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LA PLAZA DEL MERCADO
Claudio Zulian

La exuberante espesura de las imágenes actuales y de sus junglas principales, las ciudades, no puede ser explorada sin alguna pista, algún mapa de los claros y las ciénagas, algún recuento de historias. Los restos de construcciones anteriores son ahora el alimento de raíces nuevas y en lugares aún poco explorados, al abrigo de indiscretos y públicos requerimientos, se alzan nuevos búnkers: la lucha alrededor de las imágenes pocas veces ha sido tan enconada.


Producción y consumo

El lugar, la trabazón y el sentido de las imágenes actuales han sido trastocados y reordenados como consecuencia de un cambio de paradigma. La civilización del primer capitalismo tenía en el paradigma de la producción su urdimbre. Los procesos que permiten la fabricación de una gran abundancia de objetos fueron considerados como la base de un salto cualitativo en las condiciones de la vida humana, como el fundamento de la riqueza de las naciones y como la puerta por la cual el hombre abandonaría sus cuitas ancestrales por la preservación de la propia vida. Poco importaba que las condiciones de vida de los trabajadores fuesen, durante algunas generaciones, de las peores de la historia de la humanidad. Ni que la guerra fuera el necesario ariete que derribando pueblos y civilizaciones permitía el desarrollo de las fábricas. La extensión del paradigma de la producción a un lapso de tiempo superior al de una generación permitió que todo pudiese ser presentado como un progreso. Los frutos de los trabajos y los sufrimientos de ahora serían recogidos más tarde, acaso por otras generaciones.

La producción tiene dos agentes fundamentales, la técnica y el trabajo, unidos por tantas afinidades que a menudo destiñen el uno en el otro. En la palabra trabajo resuena el sacrificio del presente en aras de una cosecha futura, la penosa y aburrida repetición de fatigas que darán su mies en otra estación. La técnica, por otra parte, siendo la disposición de todo como un medio orientado a un fin, también sacrifica el presente; difiere a un tiempo posterior, fijado por sus fines, la plenitud de la presencia de las cosas y de los hombres que emplea. El trabajo son las acciones de los hombres en un contexto técnico, donde les es pedido que renuncien a la ebriedad del presente para un mayor bienestar futuro.

Producción, técnica y trabajo constituyen un paradigma en el que la imagen simbólica tiene un papel menor. No se necesita ninguna otra forma de mediación entre las diferentes entidades y aspectos de la realidad que aquella definida por el propio paradigma. La técnica constituye un universo en que todo tiene su sitio como medio dispuesto para un fin, las acciones no necesitan otra interpretación que la de ser definidas como trabajo y los objetos tienen valor como productos, todo ello orientado genéricamente a un bienestar futuro. En el paradigma de la producción se llama arte a los estertores de la vida simbólica, a los restos de otras épocas que necesitaban metáforas lingüísticas y visuales para interpretar la realidad.

El siglo XIX levanta ciudades a imagen de estas premisas: Coketown, donde todo es gris, útil y potente. La audacia estética se cifra en puentes y torres de acero. El poderoso ritmo de las máquinas es la música del tiempo y ninguna escultura parece más sugestiva que una enramada de ejes y brazos metálicos.
En Coketown los conflictos y las luchas son en el trabajo y por el trabajo: por la propiedad de los medios de producción, por los horarios en las fábricas, por el sustento cuando se interrumpe o acaba la vida activa. El trabajador proletario puebla penosamente la ciudad a la que le han crecido slums y periferias geométricas y malolientes.

Ya a lo largo del siglo XIX, sin embargo, se va gestando otro paradigma: el consumo, que a finales del siglo XX se vuelve hegemónico. Quizá la producción de objetos sobrepasa un umbral de abundancia a partir del cual se hace necesaria la distinción entre productos. Una distinción que no puede surgir de la producción misma, sino que tiene que ser simbólica: imágenes, músicas y palabras, de nuevo.
O quizá las estrategias simbólicas del mercado, que no sólo no menguaron sino que se fueron perfeccionando -los grandes almacenes, los escaparates, la iluminación eléctrica- acaban por mostrar una mayor eficacia como principio de control y organización social.

En el paradigma del consumo se invierten todos los valores del paradigma productivo. La imagen simbólica -que con el advenimiento de los audiovisuales se vuelve una inextricable amalgama de imagen, sonido y palabra- reina incontestada en todos los recovecos de la sociedad. Nada escapa a su determinación y a su mediación. El trabajo cede su centralidad al ocio y la sumisión del presente a un futuro mejor, se torna en el ensalzamiento del placer inmediato. La técnica, que guarda su prestigio y su legitimidad, es sin embargo transformada en medio que permite el fin del consumo, cuya esencia no es técnica sino simbólica. La producción industrial misma está sometida a la mediación simbólica de la bolsa, que expresa el incierto fluir de los deseos y las expectativas. Ahora, es el necesario e irremediable presente de trabajo que se explica como el resto de un pasado del cual nos iremos librando.

La imagen simbólica del contexto consumista tiene una funcionalidad específica que poco tiene que ver con la imagen artística. Sus características principales son su debilidad y su abundancia. Donde la imagen simbólica artística tendía a la creación de imágenes fuertes, de efecto duradero, capaces de eficacia en contextos muy diferentes, engarzadas en la intimidad de los espectadores, el consumo produce imágenes hábiles, de efecto inmediato y voluntariamente efímero, adaptadas de modo muy preciso a los diferentes contextos -por lo tanto muy abundantes- y superficiales, alejadas de la intimidad.

Además, dónde la imagen artística tenía en la contemplación su modo principal, la imagen consumista lo tiene en lo placentero. Un tipo de placer que en aras de la necesaria lejanía de la intimidad no puede nunca ser orgásmico, no puede nunca inducir al olvido de sí propio del clímax, sino que se posiciona en una inacabable seducción, dónde lo erótico actúa como un tranquilizante, capaz de convencer una conciencia semidespierta y decidirla a la compra. La contradictoria figura del individuo homologado que se piensa como inconmensurablemente distinto de todos los demás, tan típica del consumismo, halla una de sus claves en esta peculiar forma de erotismo.

La imagen consumista es una imagen finalizada. A través de la seducción conduce siempre a algún objeto, para el que ha nacido y a cuyo consumo tiene que inducir. La asociación de imagen y objeto es tan regular que, invirtiendo el proceso, se crean objetos incluso para las imágenes que fueron concebidas en otros tiempos sin ellos. El público de los museos, considera la contemplación de la obra de arte como un tránsito que le lleva irremediablemente a la tienda, donde el merchandising se encarga de completar el funcionamiento normal de las imágenes ofreciendo objetos que consumir relacionados con ellas.

El término consumo indica un progresivo agotamiento de los objetos. La deslumbrante inteligencia del paradigma consumista ha sido la de fundarse en la destrucción cíclica y no en la duración. Hasta entonces los productos desafiaban a la muerte con su inalterabilidad: catedrales, joyas, incluso prendas de vestir. El consumo invierte esta tendencia y produce objetos destinados a una rápida desaparición que hará necesaria su reposición. Es la muerte la que así se manifiesta, pero no ya como trágica puerta a la eternidad sino como cotidiano agotamiento que tiñe de satisfecha melancolía la sociedad consumista.

La destrucción rápida y previsible de los productos supone una paralela decadencia de las imágenes a las que están asociados. Lo efímero se expresa en ellas como una cualidad fundamental, como una marca de actualidad y, a menudo, se encarna como rasgo estilístico en un cuidado desenfoque o en la esmerada negligencia de una impresión.

Los medios de comunicación de masas son los instrumentos de proliferación de las imágenes en el contexto del consumo. Ofrecen una gran variedad de tipos de imágenes y de temáticas, basadas todas ellas en una temporalidad extremadamente limitada, un ritmo trepidante y varias estrategias de seducción, incluso cuando se trata, como en los telediarios, de imágenes escabrosas.

Las imágenes del consumo, proliferantes y adaptabilísimas, han colonizado toda nuestra experiencia de lo visible, englobando también todas las creaciones visuales anteriores que son ahora percibidas según el modo propio del consumo. La continua necesidad de estímulos, la abundancia de formas con que las imágenes del consumo se presentan a los consumidores facilita en modo extremo la fruición de cualquier tipo de imagen. Así no sólo el arte occidental del pasado, sino todas las manifestaciones estéticas de la humanidad, sin importar su origen o su finalidad, han podido ser experimentadas según los módulos ligeros y placenteros del consumo. Y todas ellas han dado lugar a formas de merchandising.

La figura que encarna con mayor precisión este modo de experiencia estética ilimitada es el turista. En él se aúnan todas las condiciones y las formas de la imaginación consumista. El turista está en un período de ocio -fin de semana o vacaciones-, está disponible a cualquier solicitación -viaja- y al mismo tiempo se resguarda de todo exceso -su viaje está organizado-. La primacía de lo placentero en su experiencia estética le abre a cualquier imagen y al mismo tiempo da a su contacto con ella una forma individual, limitada y previsible. El turista puede visitar una exposición de Duchamp o de Kentridge, atravesar un barrio pintoresco, acercarse a un museo de artes orientales y acabar haciendo una visita a los grandes almacenes de la ciudad, todo ello sin solución de continuidad.

La experiencia turística es tan generalizada que ha acabado por dar forma también a la experiencia que una persona pueda tener del lugar donde vive, tanto en el campo como en ambiente urbano.

La predisposición a lo placentero supone también una voluntaria y apodíctica evasión de todo dolor. Las experiencias que agrietarían el delicado equilibrio de renuncias, mansedumbre, orgullo material y placentera abertura es obviado por inadmisible o increíble. Y todo lugar se recompone según una geografía discontinua de espacios de placer y ocio. Lo que no puede ser objeto para el turista de ligero cosquilleo sensual es anulado, no percibido o percibido en el modo de la compasión hacia aquellos que todavía no han llegado.


La ciudad

Los lazos y las tensiones entre el mercado y el orden político y religioso se entretejen en la ciudad desde su fundación. El palacio, el templo y el zoco le dan su aspecto, su fama, su riqueza, urdiendo una compleja trama de poderes y dependencias. Pero cuando alguna forma de democracia organiza la vida urbana, los ciudadanos, desconfiando de esas colusiones, piden la nítida separación entre los intereses mercantiles y las pasiones políticas. La polis debería tener dos plazas según Aristóteles: la Plaza Libre que tiene que estar limpia de toda clase de mercancías y la Plaza del Mercado.

La contigüidad del mercado y de los centros de poder político crea en la ciudad sinergias de producción simbólica vigorosas y eficaces. No se trata sólo del trasiego de joyas, tejidos y escritos que crece con la potencia y a la vez la alimenta. Es la urbe misma, la distribución de sus espacios y la construcción de sus edificios que sedimenta y da nuevo empuje a esas sinergias: máquina simbólica de producción de símbolos.

En el paradigma de la producción, las chimeneas que alzaban al cielo sus columnas de humo negro, la geometría funcional de las fábricas y las atareadas masas proletarias llegaron a ser motivo de orgullo de las ciudades, tanto como "las obras de arte del pasado". Incluso, algunas de las primeras películas -por las que ya se barruntaba la eficacia de un nuevo paradigma- mostraron ese deslumbramiento por la técnica y el trabajo. La sinfonía de la gran ciudad sonaba lejos de los monumentos, en los movimientos complejos pero coordinados de pistones, cadenas de montaje, hélices y manos.

Entre la ciudad y el consumo existen ramificadas afinidades. Tiendas y mercados, situados en lugares céntricos del tejido urbano, han fomentado desde antiguo formas de consumo y de "merchandising", diversas, sin embargo, de las actuales. Y sería difícil no admitir, como lo ha indicado Benjamin a propósito de París, que hay una relación directa entre la hechura de la ciudad moderna y todas las estrategias del consumo que se fueron elaborando durante el siglo XIX.

La ciudad oficial, en el paradigma de la producción, era el lugar de la "operosa concordia", cuyo signo eran las chimeneas, las fábricas y los talleres. La huelga expresaba con precisión el conflicto porque interrumpía el trabajo, porque detenía el mecanismo que sostenía todo sentido y mostraba así los límites y los abismos de la organización industrial. En el paradigma del consumo, en cambio, el predominio absoluto de la imagen simbólica en todas las articulaciones de la sociedad, debido al broadcasting mediático, define nuevas prioridades políticas, nuevas formas de control y nuevos contenidos en la comunicación social. La ciudad oficial, ahora, es la tramoya de la buena imagen.

La buena imagen es una imagen consumista -placentera, superficial y efímera- minuciosamente acoplada a las características de una ciudad. De hecho resume a la vez los dos tipos de relación entre imagen y producto propias del paradigma consumista. Por un lado la ciudad es, en muchos lugares del mundo, una construcción simbólica preconsumista, está tejida y construida por símbolos antiguos. En este caso, al igual que las obras de arte, genera formas de merchandising, de objetos acoplados a posteriori a imágenes ya existentes: camisetas, postales, recuerdos. Por otro lado, sólo una adecuada creación de imágenes consumistas permite a la ciudad su plena inscripción en el paradigma del consumo. Nuevos centros comerciales, nuevas zonas de esparcimiento y renovadas tiendas en los barrios históricos, con toda su parafernalia publicitaria, se ocupan de ello.

Este doble régimen de las imágenes propias de la ciudad hace de ella el lugar emblemático del paradigma del consumo. La abundancia de imágenes preconsumistas presta una especial legitimidad a la buena imagen de la ciudad, indicando el camino, además, para la creación de nuevos lugares simbólicos capaces de multiplicar el merchandising. El interés corporativo que subyace en estas operaciones queda velado por el resplandor aparentemente autónomo de la construcción simbólica. El caso del Guggenheim de Bilbao es quizá el más evidente, puesto que aúna la idea del edificio emblemático al hecho de que en tal edificio se alberguen obras de arte. Luego, en los foros donde se discute del interés económico oficial, se cantan también todas las ventajas que esa construcción ha tenido para el turismo. El bucle de la legitimación consumista queda perfecto.

La "buena imagen" consiste en un patchwork cuidadosamente preparado. En él se yuxtaponen trozos de ciudad que tengan valor simbólico: barrios antiguos, iglesias, palacios, rascacielos, ruinas; los contenedores de imágenes simbólicas como museos, centros de cultura, galerías y cines; los lugares de esparcimiento y compras: tiendas, restaurantes, bares y discotecas. Queda excluido todo el resto de la ciudad, los barrios de viviendas, sobretodo si pobres, y la vida simbólica no consumista, a la que se le suele pedir que no interfiera en la buena imagen, aunque, como hemos visto, siempre puede llegar a ser consumida. Del trabajo no queda rastro.

Los dos adjetivos que prestan el matiz característico a la buena imagen son: limpio y seguro. Por ellos se comunica que el consumo, cuya etimología indica un irremediable contacto y hasta una absorción gástrica de la cosa que se quiere consumir, puede suceder sin peligro. El turista no desea que lo que consume suponga algún riesgo de contagio.

El paradigma del consumo, al igual que el paradigma de la producción, son portadores de políticas específicas, con métodos y objetivos precisos. Basta confrontar una "buena imagen" con sus límites para percibir con claridad su alcance político: vallas publicitarias con barricadas, folletos en papel couché sobre huelgas, motines y manifestaciones, spots con cargas policiales y desalojos: imágenes que en seguida se nos antojan imposibles, quiméricas.

Cuando las ciudades tienen que dar cuenta de sí mismas en el modo de la imagen consumista se enfrentan a una serie de dilemas insolubles, debido al contenido político implícito de la "buena imagen". Es más, cada vez que la tensión social explota, o simplemente se hace visible, los discursos oficiales hablan explícitamente de "mala imagen": los inmigrantes sin papeles que deambulan por las calles, las lunas rotas de una manifestación, la mendicidad. La mala imagen es incluso retrospectiva: algunos alcaldes de las Urdes se negaron a celebrar el centenario de Buñuel alegando que había generado una "mala imagen" del lugar. La "mala imagen" es la definición precisa de la expresión del conflicto.


Imagen, política

En el paradigma del consumo, haciendo caso omiso del consejo aristotélico, se han reunido todas las funciones políticas y mercantiles en una única plaza, creada en el espacio virtual por los medios de comunicación de masas. La Plaza del Mercado ha colonizado la Plaza Libre. La saturación de todas las articulaciones de la sociedad por las imágenes del consumo ha transformado la naturaleza de la lucha política: ahora es una lucha de imágenes. Estrategas y asesores de las campañas electorales sólo se ocupan de ellas y de la frecuencia con que aparecen en la televisión.

El conflicto es irrepresentable en el contexto del consumo porque choca con la esencia misma de la imagen consumista: aporta una significación de dolor, de tensión, de incertidumbre y de violencia que contradice la ligereza, lo limitado, seductor y placentero que son propios de esa imagen. La generalización de las imágenes del consumo a la esfera política produce el efecto de artificialidad y de heteronomía de los conflictos políticos y sociales. Paralelamente, la mansa tranquilidad y la sumisión aparecen como naturales, según el deseo de todo poder.

La democracia es la posibilidad de expresar y representar el conflicto entre diferentes grupos sociales, según ciertas pautas y en público, en la Plaza Libre. La proliferación de las imágenes consumistas que como un manto de adormideras recubren por entero el cuerpo social, imposibilitando suavemente la representación del conflicto, da la medida de la carga política fundamental del paradigma del consumo.

Cuando la política consumista se cumple por completo y ningún rincón de La Plaza Libre está ya exento de mercancías, la política vuelve a ser posible. Mientras quede un rincón para la política clásica, el consumo puede llevar a cabo su proyecto sin tener que dar explicaciones, exhibiéndose como otra cosa que la política. Pero cuando ya no quedan discursos políticos, o más simplemente, la percepción general es que toda política se hace a partir de cánones consumistas, entonces cualquier disputa política revela lo político de todo el paradigma. Cualquier tensión o cualquier conflicto encuentran negada su existencia por la imposibilidad de ser representados. Si finalmente afloran, su aparición local supone inmediatamente una crisis general, como han demostrado los "movimientos antiglobalización", cuyas manifestaciones han concitado una histérica violencia de las instituciones políticas. La suspensión de leyes comunitarias y los cambios en el calendario y en la ubicación de las cumbres ponen de manifiesto que la política propia del contexto consumista no tiene ninguna respuesta a un conflicto que alcance cierta visibilidad.

La imagen del consumo no sólo es antidemocrática por su incapacidad de representar el conflicto, sino también porque, pretendiendo ocupar todo lo visible, descarta la representación de grupos de ciudadanos sin que haya mediado ningún acuerdo. La exclusión de la imagen es una forma contemporánea de injusticia.

Las características de la imagen consumista, placentera, ligera, superficial y efímera tienen por corolario que el consumidor ideal es el exacto contrario del ciudadano ideal, cuya capacidad fundamental es voz para expresar el desacuerdo. La colonización de la Plaza Libre por los medios de comunicación de masas, con la imposición de las imágenes del consumo gracias a una exhaustiva ocupación temporal, intenta la propagación del aturdimiento y la pasividad característicos del consumidor, a expensas de la litigiosa vivacidad propia del buen ciudadano.

En el contexto consumista lo político se aleja de los lugares clásicos de la política. El esfuerzo de encontrar el justo discurso que publicar en la Plaza Libre parece vano, ahora que sería casi inaudible entre la algarabía de las publicidades. El desafecto creciente de los ciudadanos no es fruto sólo del aturdimiento consumista, sino también de una acertada intuición de que el campo de la batalla política ha dejado de ser el de las instituciones políticas.

Este desplazamiento apunta a un primer nudo. Si es característico de la democracia que todos puedan proferir públicamente su propio discurso, en el paradigma consumista, una vez sumergidos los discursos por las imágenes, cabe exigir que todos puedan producir imágenes y cada uno pueda ser representado en ellas según su propia voluntad.

La vida simbólica del consumo es producida por un reducido grupo de personas que han llegado a su posición privilegiada a través de luchas y victorias por el control y la difusión de las imágenes. Además, la fabricación de las imágenes mismas está en manos de una elite de profesionales que han aprendido y enseñan en sus escuelas las estrategias de esas luchas y esas victorias. Así, incluso los medios de comunicación de titularidad pública sólo reproducen las imágenes del consumo. La exigencia democrática en el paradigma consumista apunta a la necesidad de trastocar todo el proceso de concepción, producción y difusión de las imágenes.


Imagen, creación

Todas las funciones que la imagen simbólica cumple en el paradigma del consumo constituyen una transformación cultural de muy hondo calado, cuyas consecuencias no se agotan en el proyecto de dominio político. La relación simbiótica del objeto y la imagen ha autonomizado ambos del logos. Ni el uno ni la otra reciben ahora su sentido de una tercera instancia fundamentada en el discurso, que por la palabra revelada o a través de la definición de conceptos legitime la presencia de ambos. En un contexto audiovisual es más bien la palabra que recibe sentido por su pertinencia respecto a una imagen.

La imagen se ha vuelto autónoma y ha adquirido una novedosa capacidad de definición y articulación de lo real. Los medios de comunicación de masas, aprovechando un poder casi infinito de producción han conseguido construir una "lengua de las imágenes", a menudo tan expresiva y flexible como la de las palabras. Las imágenes del consumo, estandarizadas pero de variedades abundantes, pueden adherir con precisión a cualquier lugar y a cualquier persona que lo habite. Su autonomía les otorga cierto esplendor.

El paradigma del consumo propala la insinuación de que los comportamientos consumistas son una constante antropológica. Es lo que reflejan los tópicos "quién no quiere tener dinero", "quién no quiere tener coche ", etc. Pero esta concepción no puede pasar de una insinuación, no puede dar lugar a un discurso que traicionaría la autonomía de las imágenes y tendría que confrontarse con otros discursos. La inmanencia propia del paradigma no permite la creación de una "teoría" del consumo en el interior mismo del mundo consumista que lo legitime más allá de las "idée reçues" cotidianas.

El proyecto político del consumismo se ha construido a partir de los medios de comunicación de masas, gracias a las imágenes y los productos, ambos autónomos de todo discurso. Se ha entrado así en un estado de legitimación política inmanente, que funciona por una verificación recursiva. Las imágenes placenteras, ligeras, superficiales y efímeras afirman las ventajas de una sumisión cuya evidencia es la eficacia de las imágenes mismas. La legitimidad política del paradigma de la producción, todavía basada en la confrontación de discursos ha quedado completamente trasnochada.

La inmanencia del paradigma del consumo crea un mundo que ya no puede aspirar a ninguna universalidad. Puede ser global, esto es puede probar empíricamente su extensión por todo el orbe terráqueo, pero no puede afirmar ninguna universalidad que dependería de un discurso. Todo es tautológico en el consumo: las imágenes demuestran su pertinencia por su eficacia y su eficacia por sus efectos. No aspiran a ninguna validez general lejos de los productos que representan. El discurso político que las utiliza está obligado al mismo régimen: los eslóganes demuestran su eficacia por las encuestas que a su vez sugieren los eslóganes más eficaces.

El discurso político clásico exigía a los otros mundos la expresión de un logos para ser reconocidos como interlocutores legítimos en las instituciones políticas. Al presentarse como un mundo inmanente legitimado por su existencia, el consumo deja el campo libre a la aparición de otros mundos, que, al igual que el mundo consumista, deberán su legitimidad a su existencia. De este modo el paradigma consumista encuentra su propio límite.

El multiculturalismo oficial, con sus discursos sobre la tolerancia y el derecho a vivir cada uno según sus creencias, es el reflejo del límite interno del consumismo, que no puede no reconocer el derecho a la existencia a lo que existe porque negaría su propia lógica inmanente. En ese límite se encuentran los mundos formados por culturas en las que el consumismo no ha hecho mella o que no han podido acceder a él.

Del mismo modo, la inmanencia consumista abre nuevos sentidos para la creación. Crear es conseguir que aparezca algo que no estaba, que la realidad cuente con algo más. Una vez lograda su existencia, ese algo se encuentra en la misma posición de legitimidad que los mundos no consumistas: su presencia es legítima por el mero hecho de ser.

La creación puede constituir un tipo de política novedosa que, en vez de discutir la legitimidad de lo que existe a partir de un discurso - destinado en el paradigma del consumo a no ser oído-, produce nuevas existencias. Su posibilidad quedará demostrada por sus creaciones y su eficacia por su vitalidad. La clásica aserción "todo ya está visto" a la que induce la marea de estímulos estéticos del consumismo no es más que un dique que intenta contener el oleaje levantado por el propio consumismo.

Eje central del paradigma consumista, la producción de imágenes no requiere sólo formas de control democrático, sino también acometidas de insubordinada creatividad. Por esta vía la invención de otro mundo, se afirma como una política posible que aprovecha fuerzas que ya están en campo. Las imágenes de otro mundo aparecen como toda otra imagen en el único espacio público que existe ahora: la Plaza del Mercado. Libres, no nacidas para ser acopladas a un objeto, empiezan a servir de medio a la libertad y la abertura de los ciudadanos.

Siendo la ciudad el lugar emblemático del paradigma del consumo, es también el laboratorio principal de una política de liberación y resistencia a la sumisión en ese paradigma. En ella se encuentran presentes todos los elementos de contradicción del consumismo: la presencia de otros mundos, los centros comerciales, las sedes de los medios de comunicación de masas. Los límites del paradigma del consumo son directamente visibles en la ciudad y coinciden con la frontera entre la "buena imagen" y la "mala imagen". No es casual que las etapas de la visibilidad de los movimientos "antiglobalización" tengan el nombre de las ciudades dónde suceden: Seattle, Génova.

En la ciudad la lucha por la imagen es una lucha concreta cuyos extremos son harto evidentes. Liberar lo que compone la "mala imagen" del sometimiento a los parámetros consumistas, desintegrarla en imágenes emancipadas y deseadas por sus protagonistas, abrir las imágenes a los excluidos de ellas, son acciones de una lógica casi apodíctica. La presencia física de los lugares donde se ancla la virtualidad televisiva, indica sin lugar a dudas cuales son los campos de la lucha: calles y plazas ahora colonizadas por la publicidad, medios de comunicación que sólo reproducen imágenes del consumo. La extrema flexibilidad de lo medios para la producción de imágenes, también presentes en la ciudad, permite dar un contenido concreto a una creación contrastada y democrática.

La importancia de las prácticas creativas puede dar un nuevo sentido a las tradiciones artísticas, que tienen en las ciudades todos sus medios. Unas tradiciones que se tienen que renovar profundamente si quieren estar a la altura de estos nuevos cometidos, alejándose, por ejemplo, de ese "individualismo del gusto" que no es más que la expresión del paradigma del consumo en el ambiente artístico. Los medios de comunicación han mostrado la eficacia de una "lengua de las imágenes".

En la Plaza del Mercado hay algunas personas que no venden nada. No parecen muy tristes por ello. Las imágenes por las que se representan y se comunican están hechas de la materia de los sueños, como todas las otras, pero no están pegadas en las etiquetas de las mercancías. Y esto causa un problema: todos los que las ven las entienden. Al consejo de la Plaza le gustaría poner coto a tales arbitrariedades, pero las razones para hacerlo se le escapan.


Arte y artistas en la guerra de las imágenes

Constituye ya un tópico el afirmar que el actual orden político tiene una de sus dimensiones fundamentales en la producción, el control y la difusión de las imágenes. El llamado poder mediático se constituye en ello y su potencia es tal que, junto con el poder de las instituciones políticas y con el poder económico, conforma, más allá de toda discusión sobre el predominio de uno u otro poder, la trinidad básica de lo político en nuestra sociedad.

La mayor parte de estas imágenes poderosas no son imágenes artísticas. Son las imágenes objetivas, eficaces, efímeras, divertidas e infinitamente reproducidas de los medios de comunicación de masas. Las imágenes artísticas constituyen, en cambio, un pequeño grupo característico marcado por una tradición de origen premoderno. Se trata de una configuración general de la producción icónica que venía anunciándose desde hace por lo menos dos siglos pero que ha culminado solamente hace una o dos generaciones, según el lugar. En el contexto de la afirmación definitiva de la primacía mediática, la pregunta por el significado, la eficacia e incluso la pertinencia de un arte político, tiene a la fuerza que volverse a formular.

Para intentar encarar la cuestión habría que dilucidar, en primer lugar, qué elementos de la tradición artística suponen todavía una aportación específica a la producción icónica -y no han sido por lo tanto reabsorbidos por las imágenes mediáticas-; y, en segundo lugar, si a partir de esa especificidad cabe pensar en una dimensión conscientemente política en la producción y la recepción de las imágenes. Este y no otro parece ser el meollo de la cuestión. El hecho de relacionar retóricamente la producción artística con discursos políticos más o menos emancipadores puede sin duda contribuir a desarrollar dinámicas críticas y liberadoras -puesto que sea ese el objetivo-, pero nada nos dice sobre la necesidad de un arte político. Su existencia puede carecer de importancia ante la eficacia inmediatamente política de los medios de comunicación. Un arte político puede llegar a ser superfluo si sólo consigue reflejar valores y contenidos de discursos preelaborados y ajenos, sin elaborar contenidos políticos propios.

Las artistas son portadores de un determinado saber y de determinadas disciplinas (en sentido foucaultiano) en cuyo centro se halla, tradicionalmente, la idea de la creación y de la contemplación de ciertas imágenes, las obras de arte. De hecho estas dos palabras, creación y contemplación, ya muestran el carácter híbrido de lo artístico: son vocablos de origen religioso usados en un contexto profano. El arte, tal y como se ha venido pensando desde el renacimiento, sería una experiencia cuasi religiosa que, si puede sugerir experiencias transcendentes o pánicas o extáticas, no sacraliza sin embargo sus imágenes materiales. Intentando una generalización que debe sus términos a Bataille, podríamos decir que el arte es el modo de producción y de recepción de las imágenes que recoge una cierta experiencia de la intimidad. La relación íntima de los hombres con las imágenes sería lo que históricamente se ha considerado como lo propio del arte -de la creación y de la contemplación-, y le distinguiría de otros modos de relación, por ejemplo de la relación mediática basada en la distracción.

El aura sagrada no es, sin embargo, un atributo que asegure ninguna inocencia a las imágenes artísticas. El poder la ha explotado y ha organizado a partir de ella sistemas simbólicos dominantes más o menos poderosos desde el Renacimiento. Aun así, hay que considerar también que la experiencia de la intimidad artística no es un engaño, es una experiencia real al igual que la de la distracción.

El arte es ahora un campo marginal de la producción y de la recepción de las imágenes y esto le puede conferir un nuevo y singular valor estratégico. Una vez que todos los proyectos de dominación actuales su fundan en las imágenes mediáticas, la existencia de una reserva cultural donde las imágenes son producidas y percibidas de otra manera ya es un valor en sí. Desmiente la unicidad y la naturalidad de las imágenes mediáticas. Es este un argumento que, con más o menos evidencia, subyace a muchas de las peticiones de protección general del arte y de su exención de los deberes mercantiles. Más allá de toda metafísica de la imagen artística, y en aras de la importancia estratégica de mantener vivo el ejemplo de una alternativa, es sin duda una argumentación correcta.

Sin embargo, desde un punto de vista político el problema es el poder de las otras imágenes, de las imágenes mediáticas. La pregunta entonces es si en la guerra de las imágenes desencadenada por el actual proyecto de dominación, el arte puede tener un papel activo y no sólo testimonial.

El artista es portador de un saber que atañe a la relación íntima entre las imágenes y las personas. Uno de los objetivos principales de la cultura del consumo es justamente la anulación de la intimidad. No vale la pena insistir en una cuestión mil veces debatida a propósito de la alienación, de la despersonalización o de la unidimensionalidad del hombre contemporáneo. Baste resaltar que el artista es portador de un saber que en este horizonte es potencialmente subversivo. Esta idea también ha sido ya muy discutida durante los últimos dos siglos. Pero si en siglo XIX la figura del creador romántico y de la individualidad rebelde todavía tuvieron algún prestigio en la guerra de las imágenes, a lo largo del siglo XX hemos asistido en cambio a un progresivo declive de la capacidad subversiva de lo artístico. Ahora, a comienzos del siglo XXI, es una idea que se suele esgrimir casi como una llamada de socorro.

Quizá ha llegado el momento de abandonar la ciudadela del arte y emboscarse, llevando en la mochila las armas ya afiladas y purificadas del saber artístico.


Polemología icónica

El artista emboscado tiene ante sí una tarea paradójica: crear y proponer imágenes íntimas fuera de la ciudadela del arte, en la que, dicho sea de paso, demasiadas veces las instituciones que deberían defenderla disparan hacia adentro, como los cañones de las murallas de Barcelona en el siglo XIX.

La guerra de las imágenes tiene para el artista que ha abandonado la ciudadela del arte el aspecto de una guerra de guerrilla. La invasión ya ha sucedido. Pasolini la llamó la primera verdadera revolución de la derecha, y ha consistido en el advenimiento de la cultura de masas y la imposición general del orden tecnológico.
Como toda guerra de guerrillas se desarrolla en territorio que el enemigo ha conquistado, pero en el que se pueden hallar refugios, zonas poco controladas y caminos para infiltrarse hacia el Centro de mando. La estrategia básica consiste precisamente en habitar lugares poco vigilados donde poder vivir con alguna libertad, y preparar buenos golpes de mano allí mismo, en otros lugares y en el Centro. En cualquier caso es importante conocer el terreno de manera detallada.


Hacia el Centro

En el epicentro de la revolución antropológica está la televisión, sostenida por el desarrollo tecnológico y habitada por una intensa estrategia de espectacularización. Las contradictorias relaciones entre espectáculo y tecnología constituyen una falla importantísima que atraviesa el territorio de la cultura de masas. Una fisura que quizá pueda sugerir caminos y lugares para llevar a cabo alguna acción liberadora.
El auge de la televisión se basa en el desarrollo tecnológico. Sin transistores, circuitos integrados y satélites, la expansión de las imágenes televisivas no habría existido. Los propios mensajes de los medios de comunicación se refieren a menudo a la excelencia del orden tecnológico con términos como industrialización, globalización o informatización, precedidos de alguna perífrasis amable o de algún adjetivo feliz.

Al mismo tiempo la voluntad de eficacia ha empujado la televisión hacia una espectacularización general de sus contenidos. No sólo han aumentado los programas más tradicionalmente espectaculares como las películas, las series y los deportes, sino que se han introducido factores de espectacularidad en los géneros con tradición de objetividad, como las noticias y los reportajes. En la televisión no queda nada que no sea espectacular.

Sin embargo, el orden tecnológico y el orden espectacular son antitéticos. Donde el primero pide racionalidad, previsibilidad, disposición ordenada, el segundo llama al éxtasis, a lo sorprendente y a la agitación báquica. El emparejamiento de tecnología y espectáculo es la señal de cuanto hay de oscuro en el orden tecnológico, de su naturaleza arbitraria y de su voluntad de poder.

La espectacularización general de todos los aspectos de la comunicación social es una ambigüedad fundamental de la cultura de masas, y un lugar donde el saber artístico puede tener cierta eficacia polemológica.

La relación entre el arte y el espectáculo se ha presentado a menudo como una oposición, tanto más evidente cuanto más la cultura de la televisión optaba por una estrategia de espectacularización. Se ha subrayado entonces el radical antagonismo entre la intimidad de la recepción artística y la alienación que conlleva el orden espectacular.
Sin embargo un análisis atento puede revelar también que en todo espectáculo hay una semilla de intimidad. Podríamos aquí recordar que tenemos espléndidos ejemplos de espectáculos artísticos como el teatro de Calderón y las películas de Rosellini, y que existen también grandes pinturas espectaculares, como las de Caravaggio o de Géricault. Pero además si consideramos la naturaleza misma de lo espectacular podemos detectar una relación contradictoria con la intimidad, que es al mismo tiempo invocada y negada. La eficacia de cualquier espectáculo, incluso del más distraído, se basa en la capacidad de provocar un momentáneo olvido de sí en el espectador, que se abandona a la corriente de seducción y de identificación de lo que se representa en la escena o en la pequeña pantalla. Esta operación no puede ser más que una operación íntima. La consciencia de sí sólo se puede suspender mediante un acto íntimo de abandono. Es una dinámica de la cual ya fueron conscientes los antiguos, como atestiguan algunos pasajes de San Agustín, y que llevó a la condena eclesiástica de los espectáculos, percibidos justamente como una experiencia que rivalizaba con la experiencia de la intimidad religiosa.


El embrión de intimidad que encierra todo espectáculo es la razón por la cual los espectáculos pueden ser distraídos. La palabra distracción engloba dos elementos conceptuales: aquello que nos distrae y aquello de lo que queremos apartarnos gracias a la distracción. Si los espectáculos no llevaran a un momentáneo olvido de sí no podrían ser distraídos, puesto que es finalmente la conciencia infeliz en todas sus formas aquello de lo que se busca estar apartados. La multiplicación de las distracciones es un claro síntoma de una extendida infelicidad.

La sociedad de masas usa las estrategias espectaculares para consolar a sus miembros con distracciones, pero al mismo tiempo tiene que circunscribir los efectos del espectáculo que, con demasiada facilidad, rozan lo extático y lo orgiástico. Véanse si no los desbordamientos violentos de los espectáculos futbolísticos.
El saber artístico puede fecundar situaciones espectaculares o puede asumir estrategias propias de los espectáculos multiplicando su eficacia de manera coherente y sin traicionarse. Una de las tareas políticas del artista sería entonces la de producir buenas piezas espectaculares y buenos espectáculos. Las Proyecciones de Krzysztof Wodiczko podrían servir acaso como ejemplo de un arte político espectacular concebido fuera de la ciudadela del arte.

Para conseguir hacerse cargo de una manera tan detallada de todo el territorio y de todas las personas, la televisión ha tenido que ser extremadamente creativa. Ha tenido que organizar formas de producción de contenidos a la vez gigantescas y ágiles, que le han permitido una capacidad de respuesta inmediata a cualquier evento y una adherencia notable a la especificidad de los lugares.

La voluntad de totalización la ha llevado a constituir una especie de doble televisivo (una ficción) del conjunto de la realidad social, con todos sus momentos de intercambios discursivos y de creación simbólica. Han aparecido así los programas de juegos, los festivales de cantantes amateurs, los reality show y las tertulias.
En el doble televisivo se ha incluido al propio espectador a la vez como testigo de la verdad de lo que se cuenta y como ejemplo de comportamiento correcto para los otros espectadores. De esta manera se ha generado espontáneamente una oscilación entre la imposición -de un decoro, de unos modos de hablar y de pensar- y la expresión -de las historias y los deseos personales y colectivos- de los entrevistados. Y se ha generado, sobretodo, la idea de que los propios espectadores participan directamente en la creación de los discursos y del orden simbólico generales. Este hecho constituye una novedad fundamental en la historia de la producción simbólica. Ninguna forma del arte clásico preveía la participación del espectador en su resultado final.

Las televisiones actuales son unas organizaciones demasiado eficaces y controladas para imaginar que se pueda forzar la participación del espectador hacia alguna práctica liberatoria. En cambio, lejos del Centro de producción, puede ser relativamente fácil explotar la familiaridad de todos los ciudadanos con la idea de la participación, para crear en otros lugares momentos de producción artística emancipadora. Se trata de una posibilidad muy tempranamente detectada por los artistas más sensibles a la imposición de la cultura de masas. Hallamos buenos ejemplos de utilización liberadora de estos elementos en muchas obras de Antoni Muntadas, como The File Room en Internet. En mis propios trabajos artísticos en los que he empleado dispositivos interactivos -como en el caso de Escenas del Raval (Barcelona, CCCB, 1998) que tenía por objeto crear un marco en el que fuera posible una especie de "autorretrato" de ese maltratado barrio barcelonés- he podido comprobar con qué facilidad se pueden crear dinámicas de aportaciones colectivas -de objetos, de documentos- y de participación -en charlas públicas, entrevistas- tomando como referencia los modos de la televisión. La disponibilidad a participar en las creaciones simbólicas se da ahora mismo como un rasgo natural del espectador.

La agilidad en las reacciones, la precisión en las respuestas, y la sofisticada coordinación de grupos y personas en los trabajos de producción, son otros tantos rasgos en los que la televisión ha introducido perfeccionamientos y novedades. De hecho, si mucho arte crítico no alcanza una eficacia suficiente es porque se conforma con vaguedades en los datos y en la presentación, cuando la televisión sabe ser exacta en sus propósitos y clara en la retórica de la exposición, movilizando para ellos todos los conocimientos que estima necesarios. Y cuando una obra, como Shapolsky et al. Manhattan Real Estate Holdings, a Real-Time Social System, as of May 1, 1971 de Hans Haake, consigue ser significante e incluso incidir en una situación, es porque es rigurosa en la documentación, justa en la argumentación y evidente en la presentación. La televisión ha generado un orden simbólico tan adherente, variado y exhaustivo que cualquier intento de arte político tiene que tomar como referencia ese grado de perfección.

Lo espectacular actual siempre supone el concurso de varias personas portadoras de diferentes conocimientos, y supone además cierta organización. Es un hecho que a veces puede parecer antagónico respecto de la intimidad requerida para la creación artística. Sin embargo se trata de un aprendizaje necesario que puede tener como modelo los buenos espectáculos ya citados. Sin el aprendizaje de estos modos de producción es imposible pensar en producir unas situaciones políticamente artísticas. Además, para quién vive después de la revolución antropológica, como también la llamó Pasolini, y que por lo tanto sólo conoce la vida en territorio enemigo, ser profesional, disciplinado y poco sentimental no puede ser más que una ventaja.

El trabajo de grupo y la imbricación de diferentes saberes de los que son portadoras diferentes personas supone una cierta convencionalidad. La convencionalidad permite a la vez regular las relaciones de producción entre los diferentes actores de la misma de acuerdo con un objetivo grosso modo conocido, aunque abierto en sus detalles. también permite instituir el diálogo sobre los objetivos finales con personas externas al proceso de creación.

La convencionalidad no tiene porque ser un límite a la intimidad. Más bien al contrario, nuestras concretas posibilidades de liberación -incluso como personas individuales- se juegan en la posibilidad de crear intimidad en las imágenes reproducibles y convencionales propias de la cultura de masas.

Por lo demás la apropiación de imágenes convencionales con fines críticos ha sido una constante del arte político, continuamente confrontado a la necesidad de utilizar retóricas comunes para ser accesible. Wodiczko es un ejemplo, como lo podrían ser también muchas piezas de Art & Language.

Una característica de la espectacularidad contemporánea es su relación tanto productiva como mítica con la tecnología. Ya hemos puesto de relieve que se trata de una relación contradictoria. La tecnología es la base de los proyectos de dominio actuales; los espectáculos distraen de la verdad política del orden tecnológico pero, como son esencialmente heterogéneos a ese orden, constituyen también un momento de ruptura. El saber artístico puede ayudar a evidenciar esa contradicción: cuanta más intimidad consiga crear un momento espectacular más evidente será la insoportable alienación que rige el orden tecnológico. Está claro que si el objetivo es forzar esa contradicción la tecnología debería ser un territorio conocido y comprendido en sus funcionamientos concretos. Es cuando se podrá imaginar el modo de mostrar sus múltiples y oscuros reversos. Es también cuando se podrán someter los usos específicos de las máquinas -sean ordenadores, redes o mecanismos- a políticas emancipadoras.

La beatificación de la tecnología, tan común en cierto arte actual, es en el mejor de los casos pura y culpable ingenuidad. Y muchas otras veces es franca colusión con los proyectos de dominio contemporáneos.

El arte crítico con la cultura televisiva se ha limitado a menudo a un rechazo exterior, reproduciendo genéricamente el discurso de la televisión para provocar crítica y reflexión, a veces intentando, por ejemplo, introducir nuevos datos en la circulación de información, otras veces subrayando las formas de mirar la pantalla. Quizá teníamos que llegar a esta etapa posterior, después de la revolución antropológica y del impacto de la cultura televisiva, para empezar a tomar en cuenta la profundidad de las contradicciones internas del orden televisivo. Y para empezar también a detectar la vitalidad de las resistencias locales con su capacidad para constituirse en alternativas, frágiles si se quiere pero reales. Elementos conflictivos y ambigüedades que han quedado inscritos en la propia cultura de la televisión como consecuencia de la larga ofensiva por destruir el orden simbólico anterior e imponer el nuevo. No hay acto de dominación que no contenga resistencias y situaciones abiertas, ya que el final momentáneo del proceso es la inclusión del dominado en el orden del dominador, y por lo tanto el establecimiento de una heterogeneidad fundamental, grávida de futuro.


Lejos del Centro

Desde el plató de los telediarios, de los concursos y de las telenovelas se intenta presentar el mundo como una homogénea superficie de imágenes televisivas o, según una generalización muy actual, virtuales. Sin embargo, conforme nuestros pasos nos alejan del Centro de emisiones, empezamos a encontrar restos todavía legibles de formaciones icónicas anteriores, personas que hacen servir antiguas construcciones readaptadas, e incluso espacios libres. Cuanto más lejos llegamos a estar del Centro más variada y sorprendente es la geografía que nos acoge.

De hecho la televisión sólo muestra algunos lugares escogidos del planeta, erigiéndolos a modelo de todos los demás. Algunos barrios buenos y algunos barrios malos de alguna ciudad norteamericana; el interior de las casas de la pequeña burguesía planetaria; los paisajes urbanos o naturales de los turistas; los sueños de antigüedad heroica o de futuro temible en los mismos barrios y en los mismos paisajes; todo ello constituye la tópica de la geografía televisiva. Extensas comunidades y grandes zonas del planeta, algunas de ellas muy cercanas, quedan excluidas de la imagen.

En los países del sur de Europa la revolución antropológica es un hecho reciente.
En España, como en Italia, hasta los años cincuenta no había empezado a cumplirse esa transformación radical de un país cuyos habitantes todavía eran en su mayor parte campesinos, en un país moderno, industrializado y hedonista.

Casi todo lo que Pasolini vio y previó respecto de la "revolución antropológica" ha sucedido: el intento de exterminio de todas las culturas no homologadas por la cultura de masas, en primer lugar de la cultura campesina y de la cultura popular urbana; la debacle de la cultura humanística burguesa y de sus instituciones (escuelas y universidades); la reducción de todo el territorio a una urbe informe; la tecnificación de todos los aspectos de la vida. La televisión ha sido el medio básico y fundamental de esta transformación, y el conjunto de este proceso ha sido considerado incluso por la izquierda - en un alarde de determinismo oportunista- como un progreso.

Nuestras periferias -signo urbanístico de esta revolución- no tienen más de cincuenta años. Una frecuentación actual, prolongada y atenta permite descubrir en ellas una hibridación muy particular entre la cultura campesina, la cultura popular ciudadana precontemporánea y la cultura de la televisión. Utilizando una precisa expresión de Néstor García Canclini, podríamos decir que en nuestras periferias las personas "entras y salen de la modernidad" según les convenga. Así ni las estructuras de las casas -a menudo autoconstruidas-, ni las formas de las relaciones, y ni siquiera el uso de los medios de comunicación corresponden al estándar que el Centro difunde como única imagen de un destino que, por otra parte, ya nos habría atrapado (según Fukuyama).

Sin embargo, en nuestras periferias ahora no se fabrican discursos de resistencia ni se hacen grandes alardes de las diferencias. Sólo se cultiva, con astucia y simplicidad, el arte de una deriva práctica hacia formas de vida posibles. Gracias a este carácter eminentemente práctico de la resistencia periférica un portador de saberes artísticos puede encontrar interlocutores con cierta facilidad. Es un hacedor de imágenes entre personas acostumbradas a construir su propia casa. El diálogo cobra de inmediato una dimensión ética.

No estamos aludiendo a un arte comprometido al estilo de los años sesenta, setenta y de mucho social art de los años noventa. Demasiadas veces en ese arte se reproducen los discursos del Centro -el Progreso, el orden técnico y racional, lo políticamente correcto, el desprecio puritano a la consistencia material y carnal de la imagen, y a las relaciones íntimas entre vecinos.

Se trata más bien de empezar un diálogo sobre las imágenes del lugar, sus características, sus condiciones, su alcance, y trabajar luego para construirlas, magnificarlas y difundirlas siguiendo procesos continuos de verificación social y política.

No existe esencia de lo local: no podría ser otra cosa que una emanación fantasmática de una imposible identidad ahistórica. Las periferias no son lugares estables ni albergan culturas milenarias que hubieran resistido inmutables. Las resistencias y las disciplinas liberatorias generan más bien lugares frágiles, hibridados, nacidos en la lucha -en sentido literal- y en continuo peligro de desaparición.

Los lugares se construyen también con imágenes. Sólo a través de adecuadas formas de representación un lugar puede llegar a ser reconocido y habitable, puede acoger a las personas y asegurarles la vitalidad necesaria a un crecimiento libre.
El trabajo político de un artista podría consistir en cultivar el entramado histórico y geográfico de las imágenes de un lugar, explorando y haciendo jugar sus estratos, sus fallas y sus desarrollos.

En nuestras periferias personas y lugares están excluidos de imagen. De toda imagen y no sólo de las artísticas. Están excluidos también de las imágenes mediáticas, a las que asoman sólo por un suceso o por un accidente. No es difícil comprobar que a menudo los propios habitantes de estos barrios consideran insignificante el entorno en el que viven: durante mis trabajos preparatorios de Ciutats de L'Hospitalet -un estudio detallado del tejido simbólico de esa ciudad de la periferia barcelonesa, acompañado de varias propuestas de intervención- pude oír en más de una ocasión a los vecinos asegurarme que allí no había nada que ver.

Generar alguna imagen del lugar -es entonces cuando habrá algo que ver- es una fase fundamental de la propia creación del lugar. Además es un aspecto de una cierta justicia simbólica que atañe no sólo al saber artístico sino a toda producción de imágenes.

La creación y la producción de imágenes en los lugares que están excluidos de ellas, es una abertura hacia lo nuevo. Genera nuevos estratos de significados y nuevas orientaciones en los sitios. Puede incluso acarrear relecturas, descubrimientos y reasentamientos en la memoria y la imaginación del lugar. Puede constituir una provocación, una llamada para que salgan afuera imágenes furtivas o disimuladas de un grupo o de algunas personas significativas. Un saber artístico puede tener varias funciones en estos juegos: puede ser un instrumento de detección, de escucha, de provocación y, naturalmente, de creación y de producción de las imágenes deseadas.

De manera más específica, el saber artístico puede además devolver una cierta significación a los ordenes simbólicos premodernos, que en la primera fase de la industrialización habían quedado completamente fuera de juego y que están ahora aún latentes. En el ruido y los humos de las grandes fábricas, abarrotadas de motores y brazos mecánicos, no había cuento campesino que se oyera ni imagen sagrada que no se llenara de hollín. Sin embargo, ahora la sacralidad de ciertas imágenes del consumo permite establecer conexiones y paralelismos con imágenes más antiguas. Es un hecho que tiene sentido sobretodo en un país como el nuestro, en el cual la relativa proximidad de la revolución antropológica hace que sobreviva todavía, aunque dislocada, una cultura icónica popular, y también burguesa, pretelevisiva. En los encuentros que llevaron a la definición y a la elección de las imágenes del Retaule del Secà de Sant Pere, en la periferia de Lleida, no hubo ninguna extrañeza cuando propuse a los vecinos utilizar el retablo como marco formal para un montaje fotográfico de grandes dimensiones a exponer en la plaza principal del barrio. El código de la naturaleza sintética de las tres imágenes más grandes y de la naturaleza narrativa de las figuras de la predella todavía era conocido, al menos por los mayores, y su empleo en un ámbito de imágenes y de códigos contemporáneos, próximos a cierto lenguaje publicitario, pareció natural.

Es evidente que no se puede hacer una teoría general de estas estrategias de representación local. En cada lugar es particular lo que ha sobrevivido, cómo ha sobrevivido y cómo se ha hibridado con la cultura de masas. En la instalación Escenas del Raval, a la que colaboraron, entre otros, diferentes grupos de inmigrantes extraeuropeos -marroquíes, filipinos y paquistaníes- pude seguir e intenté mostrar con detalle de cuantas maneras diferentes se constituían las relaciones entre las diversas culturas premodernas y la cultura de masas.

No se trata por lo tanto de un tipo de arte, sino más bien de un estilo de actuación que tienda a reforzar, magnificar y difundir lo que en cada lugar se pueda encontrar como momento de resistencia a la cultura de masas y como posibilidad real, concreta y local de una significado icónico.

Que la producción sea local no quiere decir que no valga la pena intentar una difusión más allá del sitio en cuestión. Un trabajo llevado a cabo con profundidad y adherencia al terreno puede llegar a tener el valor de un ejemplo de plenitud icónica para otros lugares. Incluso puede dar alguna clave de lectura de otras situaciones y de otros lugares, puesto que las culturas premodernas y las diferentes formas de hibridación están extendidas por grandes territorios. En las periferias españolas por ejemplo, la articulación entre la cultura campesina y la cultura popular urbana por una parte y la cultura televisiva por otra, es relativamente similar en todas las ciudades que recibieron la gran inmigración de los años sesenta.

El elemento fundamental que justifica la generalización y la difusión de un arte político como el que aquí se vislumbra es el objeto de la resistencia y de la hibridación, esto es la cultura de masas. Tendencialmente igual en todo el planeta, muestra en todas partes unas mismas ambigüedades y unos mismos puntos de ruptura que se pueden aprovechar en las producciones icónicas y discursivas que se quieren liberadoras.

Es este el punto donde se cruzan los caminos que nos llevan hacia el Centro y los caminos que nos alejan de él.

Un arte intensamente local, consciente de la intrínseca movilidad de los lugares, y a la vez espectacular, participativo y portador de intimidad, puede ser quizá un objetivo deseable y alcanzable para generar dinámicas genuinamente políticas desde la práctica y el discurso artístico. Un arte tanto más político cuanto la guerra de las imágenes es una dimensión fundamental de la política actual. Sin imágenes libres y justas no se podrán forzar las grietas de la cultura del consumo para hacer posibles ahora algunas formas de libertad y de plenitud.


Publicado en: Lápiz, Madrid, Junio 2000

Del proceso a la forma
Andrea Celli y Claudio Zulian

Texto publicado en las actas de la Conferencia Internacional "Una città interculturale da inventare", organizada por el Master de Estudios Interculturales de Padua (Italia) y el Ayuntamiento de Padua, el 14-16 junio del 2001. Las referencias de la entrevista de Brian Holmes a Claudio Zulian están contenidas en el texto mismo. Nuestro agradecimiento a las entidades italianas y a la revista francesa Mouvement por el permiso de traducción y publicación.

La forma particular que adquiere la relación que mantiene Claudio Zulian, basada en el comentario de materiales fotográficos más que en un texto escrito, nos ha llevado, de común acuerdo con el autor, a preferir, para esta publicación, la transcripción y revisión sólo de una parte de sus intervenciones, las que cuentan con una con autonomía propia. Justo antes, para integrar elementos mayoritariamente descriptivos relativos a los proyectos de Zulian, publicamos, por gentileza de la revista francesa Mouvements (www.mouvements.asso.fr), la traducción de una entrevista con el autor, aparecida en el nž 17, septiembre-octubre 2001 (pp. 61-64).


Del proceso a la forma
Conversación con Claudio Zulian por Brian Holmes

Es a través de una escucha detenida que Claudio Zulian avanza en el terreno simbólico. Este artista de Barcelona crea instalaciones de contenido colectivo pero con objetivos tácticos en lo que él concibe como una lucha en el centro de la producción de las imágenes.

Mouvements: En su trabajo artístico usted busca hacer visible la identidad, o el imaginario, de poblaciones llamadas "periféricas". ¿Podría describirnos la manera en que se desarrollan sus intervenciones?

Claudio Zulian: Mis obras comienzan siempre con la exploración lo más detallada posible de los discursos, de las imágenes y de los imaginarios del lugar sobre el que tengo que intervenir. Esta etapa de la preparación del trabajo ya va ligada a la idea de que no existe un discurso, no hay imágenes a priori más importantes que otras, más significativas o más verdaderas, sino que su articulación jerárquica constituye la verdadera dimensión política del lugar. Esto me lleva a documentarme a través de los archivos públicos y "domésticos"; a preguntar a los líderes políticos o las personas relevantes del barrio, y también a frecuentar los bares o las reuniones de amigos; a estudiar la geografía del lugar y al mismo tiempo a dejarme poseer por la poética del paisaje. A partir de estas investigaciones preliminares, empiezo a concebir la obra. En principio, ésta deberá ser el motor de una nueva articulación de la cultura del lugar, ya sea a través de la redistribución de los diferentes estratos de los discursos y de las imágenes o a través de nuevas formulaciones de los mismos. Con este intento, me alejo de las "estéticas del proceso" características de los movimientos artísticos conceptuales de los años sesenta y setenta, aunque integrando algunos aspectos singulares que éstos definieron. Concretamente, pienso que la obra funciona cuando contiene los signos del proceso, pero creo que también tiene que existir materialmente con precisión y eficacia para permitir recordar aquel proceso, para poder reabrirlo en cada momento, y al mismo tiempo ponerlo en juego en procesos posteriores que aún no están en absoluto previstos.

M: El contexto social, o mejor dicho geográfico, de este tipo de trabajo no se puede disociar de su calidad estética. En las imágenes del Retaule del Secà, por ejemplo, se pueden leer las "gestas" de una historia oral que explica el crecimiento del barrio a través de un proceso de inmigración…

C. Z.: En el proyecto del Retaule del Secà conocí a Pedro Burgos, un fontanero del barrio, que tenía una colección de fotografías del lugar, tomadas por él mismo y otros vecinos. Aquellas fotografías trazaban la historia del barrio – autoconstrucción, abandono, lucha con la administración municipal – de una manera muy significativa. Sin embargo no proporcionaban indicios sobre la actualidad. Por este motivo, sugerí crear nuevas imágenes cuyo tema fue definido a través de un debate con los vecinos. Al final realizamos tres imágenes nuevas en las que aparecían algunos habitantes y que servían para integrar las cinco fotografías escogidas con anterioridad con Pedro Burgos.

El conjunto de imágenes que acaba constituyendo el retablo se expuso en la plaza mayor del barrio de Secà de Sant Pere durante el verano de 1999. El distrito de Secà tiene características comunes a la mayoría de los barrios periféricos españoles. Nacido a raíz de la oleada de inmigración española del sur y del noroeste, económicamente deprimidos, hacia el norte y el centro industrializados en los años cincuenta y sesenta, este barrio, entonces aislado de la ciudad, fue construido por sus mismos habitantes, al principio con tipologías y materiales pobres (con características hasta cierto punto comunes a las favelas brasileñas), pero más tarde y hasta la actualidad con cierto decoro y bienestar, dado que muchos de sus habitantes siguen trabajando en la construcción. De hecho, ya no se puede hablar de un barrio "pobre". Pero perdura una exclusión más sutil: la ciudad continúa pensándose a partir de sus barrios históricos. Los barrios de los trabajadores están excluidos de su imagen.

M: Su enfoque se basa, por lo tanto, en el diálogo y al mismo tiempo en el compromiso. Lo experimentó a escala metropolitana con la instalación Escenas del Raval en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (72) en 1998. A través de una puesta en escena de objetos, testimonios, documentos visuales y actividades llevadas a cabo en el museo por los habitantes, se trataba de poner en juego la memoria y la vida de un barrio histórico marginal, con una fuerte presencia de inmigrantes, pero actualmente en pleno proceso de revalorización urbana.

C. Z.: El dispositivo de Escenas del Raval tenía una base conceptual simple y a la vez maliciosa, si se puede decir así. Partí de la idea de exponer todos los discursos producidos por y sobre el Raval. Se establecía de este modo una legitimación democrática (los discursos de todos, sin distinción), que, sin embargo, para sostenerse obligaba a un análisis exhaustivo en la investigación discursiva preliminar. Esto fue posible al tratarse de una exposición en la que se disponía de muchos medios, lo que nos permitió trabajar durante tres años en el proyecto. La exposición estaba concebida como dos grandes escenas que construían respectivamente dos sistemas simbólicos (en cuanto obras de arte, a través de su materialidad significativa) y de los lugares de acogida destinados a las diferentes actividades que podían tener lugar. Por otro lado, la exposición comprendía dispositivos que permitían la inclusión de cualquier discurso, imagen o acción que pudieran surgir después de la inauguración. Pudimos realizar más de doscientas cincuenta actividades sobre el lugar, de las cuales la mayor parte lo constituían propuestas hechas en el momento por diferentes grupos, asociaciones y estructuras de asistencia social del barrio, y la exposición la visitaron más de veinticinco mil personas. La propuesta, dado su carácter radicalmente democrático, iba más allá, sin querer declararlo, de todas las jerarquías de los discursos de miembros de la administración, expertos, urbanistas, etc., que de hecho constituyen las estructuras de poder de un lugar. Se creó así, durante los tres meses en que la exposición permaneció abierta, un ambiente en el que los urbanistas se codeaban con los mendigos cuyos espacios los primeros querían "reformar", sin que existieran signos positivos de alguna diferencia significativa entre los dos grupos de ciudadanos. Todo esto fue recogido después en el catálogo de la exposición, con una compaginación que reproducía aquella mise à plat de las jerarquías.

Durante el desarrollo del trabajo y en los meses en que la exposición permaneció abierta, tuvimos que enfrentarnos a presiones por parte de los políticos y de los expertos, a veces muy duras, pero la evidencia democrática de nuestra posición nos permitió resistir y encontrar aliados, incluso en las estructuras administrativas y políticas (Barcelona es una ciudad con una cierta sensibilidad de izquierdas). De todos modos, la radicalidad del proceder tuvo como consecuencia que ni la exposición ni el catálogo pudieron ser utilizados para respaldar el proceso de limpieza y expulsión de los grupos "pobres" que la ciudad está fomentando. Fueron oficiosamente olvidados. Algunos de los dispositivos de creación participativa que se concibieron para continuar activos lamentablemente no consiguieron resistir después de la clausura de la exposición. No conseguimos, en suma, crear dinámicas tan poderosas y efectivas que resistieran a los proyectos del poder. Por el contrario, Escenas del Raval sirvió de estímulo a grupos, a personas e instituciones en otros lugares, por lo que no he dejado de organizar otras instalaciones en otras ciudades.

M: ¿qué motiva un proceder tan complejo, tan alejado de la idea tradicional de la obra de arte? Está claro que usted tiene un interés real por las culturas orales, esencialmente minoritarias en la época moderna, pero al mismo tiempo busca tomar una posición frente a la sociedad contemporánea, rechazando la creación de cualquier aditamiento folklórico.

C. Z.: Aquella exclusión de las imágenes de las que más he hablado no es en absoluto un reflejo histórico inocente. Sugiere e impone, de hecho, la eliminación de todo el pasado de trabajo y de lucha ciudadanos que han literalmente construido estos barrios. Este olvido, esta amnesia, no es sólo una injusticia hacia la memoria de los habitantes, que no encuentran dónde representarse y, en consecuencia, dónde perpetuarse; constituye, lo que es aún más grave, un intento de eliminar cualquier forma de vida diferente del estándar de la "pequeña burguesía planetaria", como la define el filósofo italiano Giorgio Agamben. Efectivamente, en barrios como el Secà encontramos formas de socialización, de solidaridad informal, de cultura material que tienen poco que ver con la cultura dominante. Eliminar las imágenes de todo ello permite completar el reenvío de cualquier alternativa presente al reino de la utopía romántica, con un vacío eficaz del pasado que mostrará nuestro mundo actual como el resultado de un desarrollo irremediablemente único. Pienso que de todo esto es muy fácil deducir los motivos de mi trabajo, que se enracina en la voluntad de recordar, y en un sentimiento de injusticia, o mejor dicho, en un deseo de liberación, con la esperanza de encontrar una "otra" vía. Y me gustaría añadir que, desde un punto de vista más general, el desarrollo excepcional de los medios de comunicación de masas restituye, en mi opinión, un papel fundamental a la "lucha cultural". De hecho, si la producción industrial y la propiedad material han constituido hasta hoy los ejes del conflicto social y político, la producción simbólica y la capacidad que esta producción tiene de significación, comienzan a adquirir una importancia preponderante, ya se trate de la televisión, de la publicidad o de la Bolsa. En esta situación, la posibilidad de producciones simbólicas liberadas y liberadoras tiene una importancia crucial, mucho más allá de las instituciones llamadas "culturales" en el sentido específico del término.


Ciudad y vida simbólica

Se hablará acto seguido no de animación, como ha sido la tónica general de las intervenciones anteriores, sino de experiencias artísticas. Ésta es una diferencia que se quiere introducir, ya que si aquí se introducirán algunas intenciones polémicas al respecto. Muchas son, de hecho, las reservas sobre el sentido de la animación así como si se ha consolidado un significado de ésta; reservas que están sobre todo ligadas al hecho, evidente a nivel europeo, de que la animación es a menudo la tirita, la intervención mínima que se aplica a una herida muy grave, una herida que tiene que ver con la exclusión cultural. La animación corre el riesgo de interpretarse, al igual que por otro lado la asistencia social, no como una acción cuyo objetivo sea mejorar o transformar el destino de las personas de las que se ocupa, sino más bien mantenerlas sedadas, tranquilas, para que su problema no se convierta en una molestia colectiva de grandes dimensiones.

Por un lado, pienso hoy en día es posible hablar del enriquecimiento y el estímulo que nace de culturas con las que acabamos estando forzosamente en contacto, y por el otro creo que es necesario confesar, desde una perspectiva contemporánea, que no estamos cómodos con nuestra cultura, y que lo más interesante que sucede en virtud de la presencia de estas personas portadoras de otras culturas es que finalmente se hace imposible sostener esta nuestra cultura "nacional" del siglo XIX, que nos debería identificar. Por si acaso, al tener que identificar en ella elementos que nos sirvan para rastrear una identidad nuestra existente, capaz de respiro, podríamos tender a encontrarlos en lo que podremos definir como la cultura de la crisis, que es quizás la que presenta mayor interés y, a mi modo de ver, es lo más reivindicable de "nuestra cultura" novecentista. Así pues, volviendo a nuestro tema, no se hablará de animación, sino de experiencias artísticas en cuanto que éstas apuntan a un máximo de esfuerzo cultural (máximo, sin pretender por ello la existencia de un núcleo cultural alto, definido, relativamente selecto – el mundo de la alta cultura, del arte – con el resto reducido al papel de cultura de apoyo, de subcultura o de cultura de divulgación). El problema será acaso el de conseguir generar concretamente una articulación refinada y eficaz de la palabra "arte", que vuelva a encontrar el viejo, conocido y nunca resuelto problema de la igualdad, una igualdad que, ahora lo sabemos, no puede ya ser simplemente aquella igualdad abstracta y conocida del siglo XIX, sino que tiene que hacerse igualdad concreta, hecha de personas con historias particulares, hecha de grupos que acarrean heridas históricas, hecha de dificultad, de problemas locales y específicos. A partir de aquí el artista en quien estamos pensando puede intentar jugar un papel relevante, encontrando nuevos tipos de cometidos. En realidad el saber artístico es un saber heterogéneo respecto al núcleo duro de los proyectos de dominio actuales, basados esencialmente en el saber técnico-científico. Esta condición periférica, diversa, unida al sedimento de su rica y refinada tradición, le puede asignar una importante función de saber liberador. No se trata de un papel metafísico u originario sino de un papel "polemológico": el arte es, a la par que los medios de comunicación, un campo de batalla, con artistas que han participado o participan en proyectos de dominio, y otros que muestran resistencia y rebelión; no existe, podríamos decir, ninguna inocencia previa en lo artístico, sólo hay posibilidades concretas de liberación y plenitud. Es la radical heterogeneidad del arte respecto al saber técnico-científico lo que permite que se conciba como un campo a partir del cual probar una liberación. La acción artística se inscribe al mismo tiempo en aquel terreno amplio y complejo al que podríamos referirnos con el nombre general de vida simbólica, mucho más amplio, ramificado y estratificado que lo tradicionalmente identificado como "arte". El papel liberador del saber artístico adquiere toda su importancia política sólo si se concibe desde esta perspectiva ampliada, o sea, donde tenga que experimentarse en territorios "no artísticos". Desde el punto de vista del artista supone una integración de sus conocimientos tradicionales, a través del injerto de aquellos saberes que representan y dan consistencia a un proyecto actual de dominio de la vida simbólica: básicamente el saber de los medios de comunicación, sus contenidos, sus mecanismos, sus formas de presentación y de representación. No hay una forma de dominio que no integre caracteres de la resistencia que precedió a su victoria. La cultura de los medios de comunicación, por ejemplo, está llena de sugerencias sobre cómo ejercitar cierta plenitud de la vida simbólica. Más concretamente, todas las ficciones de representación que abundan en los medios de comunicación – desde las entrevistas a los programas que emiten vídeos domésticos – sugieren un original experimento de las funciones de producción de la vida simbólica. A medida que esto se entrevé en estos programas, no se trataría solamente de producir artefactos para incluirse más o menos, dependiendo del éxito, en la vida simbólica de la sociedad, sino al contrario asumir algunas funciones de los medios para que otros produzcan vida simbólica, de mayor o menor fuerza.

Es en este sentido que, al ser un ciudadano que posee conocimientos específicos de algunas tradiciones simbólicas, de sus contenidos, de sus mecanismos, de sus valores, el artista puede ayudar a valorizar los discursos de otros ciudadanos que, al no estar homologados por el poder simbólico, han permanecido marginados, frustrados, arruinados pero que, a pesar de todo, continúan siendo una referencia vital relevante. En España, por ejemplo, la llegada de importantes grupos de inmigrantes procedentes de países extracomunitarios ha puesto nuevamente al orden del día el tema de la cultura popular y del estatus del saber religioso o, de forma más general, no científico. Pero también amplios segmentos de nuestras poblaciones urbanas autóctonas que han sido sólo superficialmente sometidas por el actual orden simbólico, no solamente continúan rigiéndose, en el fondo, por otras referencias, sino que además utilizan los referentes oficiales de forma heterodoxa. El artista tiene un conjunto de conocimientos que puede resultar muy útil para ayudar a hacer aflorar estos discursos y participar en su liberación, en su afirmación y desarrollo. Una nueva concepción de lo que podría convertirse en una creación colectiva de la vida simbólica parece intuirse en este camino.

Queremos especificar además que nuestras reflexiones sobre el papel mediador del artista no se refieren solamente a su correcta participación en grupos o proyectos colectivos. La obra del artista, su misma función tradicional como "creador", productor individual de artefactos simbólicos, puede convertirse en una obra pública de mediación: puede participar, en el conjunto de los "discursos liberadores", en la creación de un territorio liberado (o, por el contrario, puede participar en formas de dominio y de represión). La posibilidad de que un nuevo orden simbólico tome cuerpo depende en gran medida del éxito de un esfuerzo de puesta a disposición de personas y de grupos, a través de la creación simbólica, de los medios necesarios para asegurar una difusión adecuada de lo que se haya producido. Se trata de un deber de tipo más ampliamente político, ya que supone el concurso de diferentes grupos de ciudadanos, entre ellos los artistas. No se trata de una utopía: los medios existen – pequeñas unidades de producción televisiva, internet, centros cívicos, etc. – y una adecuada utilización de estos medios puede favorecer la puesta en marcha de un camino de democratización efectiva. Ha habido multitud de experiencias en este sentido, que sólo el eficaz toque de queda mediático ha recluido al mundo de lo ilusorio. Sólo disponiendo de medios materiales adecuados se podrá dar lugar a una posibilidad real de expresión múltiple de la vida simbólica, que será a la vez creación y apropiación creativa.

Mediación, creación y crítica constituyen los tres polos de una política activa de liberación y de justicia en el ámbito de la vida simbólica. Evidentemente hablar de estos tres momentos por separado es una ficción analítica. En realidad lo que describe el campo de una producción de la vida simbólica orientada a la liberación es un conjunto de las tres actitudes. Su articulación concreta forma parte también del proyecto político, ya que deberá referirse a un paisaje que es solamente el nuestro de estos años, cuya compleja geografía nos habita.

 

La Vanguardia - 04.45 horas - 01/07/2001
Análisis: Claudio Zulian

Opinión
El reflejo de los pueblos

AQUELLO QUE NO pertenece a la cepa legítima de la cultura burguesa es omitido, despreciado y anulado

Es ya una obviedad afirmar que los museos han sido una de las principales instituciones donde las modernas clases hegemónicas han fraguado su identidad y su prestigio. Y si los museos mayores pueden disimular su clasismo tras la importancia y la efectiva riqueza de valores culturales de las piezas expuestas, en los museos menores el proceso de construcción de una cultura hegemónica se muestra en toda su crudeza: lo que no pertenece a la cepa legítima de la cultura burguesa y a sus raíces es despreciado, ignorado y anulado. En Barcelona, por ejemplo en el Museu Tèxtil y de la Indumentària no hay rastro de vida popular.

Esta inveterada política de imposición cultural se sitúa desde hace 30 años en un contexto nuevo que la agrava en extremo. Hasta finales de los años sesenta sobrevivió, al menos en el sur de Europa, una cultura popular ciudadana y campesina con modos de socialización, vivencias de espacios urbanos y tradiciones específicas. Los que no eran burgueses (campesinos, obreros, lumpen, etcétera) tenían la libertad de elaborar formas de personalidad diferenciadas. Pero en la década de los sesenta acontece lo que Pasolini llama "la primera, verdadera revolución de la derecha": la imposición del consumismo y de la cultura de masas. Cualquier habitante de los barrios populares de Barcelona sabría identificar con nitidez el umbral de ese período: es el momento en que los coches destruyen la socialidad de los barrios - porque incitan a las excursiones individuales durante los fines de semana e impiden el uso de la calle -; en que la gente deja de tener tiempo para hablar con los vecinos; en que empiezan a extremarse los controles sobre los vendedores ambulantes.

Con su habitual perspicacia, Pasolini indica también que la izquierda confunde esta "revolución antropológica" con un "progreso". Barcelona, que desde el fin de la dictadura sólo conoce gobiernos municipales de izquierdas, es un buen ejemplo de tal afirmación pasoliniana. Nuestros progresistas no han acometido ninguna reforma en los contenidos de los museos que dependen de ellos, que permitiera recoger la memoria del poderoso pasado popular de la ciudad.

En virtud de la destrucción de la cultura popular llevada a cabo por el consumismo, los museos universalizan sin ningún obstáculo la imagen y los valores de la vida burguesa, convirtiéndose en el receptáculo de la única memoria cultural de toda la sociedad, y agravando así la violencia de la imposición.

Sin embargo, en este nuevo contexto podríamos hallar, paradójicamente, las condiciones para plantear nuevas maneras de entender y usar los museos.

La cultura popular de antaño no necesitaba los museos para fundarse: sus valores se elaboraban y representaban de otro modo. Pero una vez asentada la cultura de masas y, por lo tanto, la "universalidad" museística, se produce un trueque. Si se afirma que toda la sociedad está representada, toda la sociedad también puede exigir ser representada. Cualquier resto olvidado de memoria, cualquier proceso de desidentificación se convierte en una grieta en la legitimidad de todo el proceso. Y en cuanto la cultura de un grupo, por tosca y secundaria que sea, es rescatada del olvido y reivindicada, no cabe negación museística, que desmentiría lo "universal" del proyecto.

Por esta razón los restos latentes de las viejas culturas populares, que la "revolución antropológica" no ha conseguido eliminar completamente, pueden exigir con plena legitimidad su presencia en los museos: es un derecho de toda la sociedad. Junto con las culturas populares exóticas de los nuevos inmigrantes y con los procesos de desidentificación y de invención cultural nacidos en ámbitos artísticos y mediáticos, constituyen un elemento fundamental para poder por fin imaginar unos museos nuevos, donde la creación y la memoria de las culturas puedan desarrollarse libremente.

Claudio Zulian, artista y escritor