LA
ACTUACIÓN CULTURAL EMPRESARIAL
Joan Tarrida
Barcelona,
27 noviembre 2001
Mi intervención girará alrededor de un hecho que, en mi opinión, marca de manera clave, el futuro de la cultura y la aplicación de la ética en el ámbito cultural. Y es el hecho de la masificación de la cultura. Vivimos en una sociedad en la que se desarrolla una cultura masiva. Y no lo digo en un sentido peyorativo. Masiva lo digo en tanto a la cantidad de gente que accede a la cultura. Nunca, a lo largo de la historia, tantos ciudadanos han tenido acceso a los productos y a los bienes culturales como en nuestro tiempo. Tanto a los que ofrece el sector público como el sector privado. Esto hace que el aspecto cuantitativo vaya tomando un peso decisivo en el desarrollo de la cultura. Y por tanto, es fácil tender a una repetición estandarizada de los modelos culturales. Cuanta más gente accede a la cultura, más necesidad cultural hay, aumenta la producción cultural y más grande es la industria cultural que se dedica a ella.
Para que nos podamos hacer una idea de la dimensión de los grandes grupos de comunicación mundiales, diremos que el más grande es America On Line Time Warner que factura 32.000 millones. Y Bertelsmann, 20.000 millones de euros Pero me gustaría que no nos quedásemos sólo en su dimensión económica sino que nos fijáramos también en su influencia en la vida cotidiana: sólo mediante las cadenas de televisión que uno de estos grupos controla puede estar influyendo directamente en más de 250 millones de hogares al día. Si le añadimos periódicos, revistas, libros, música... podríamos duplicar esta influencia.
Ayer, Victòria Camps se refería a que los poderes clásicos (el poder legislativo, el poder judicial, etc, etc) estaban siendo sobrepasados por otros poderes como el poder mediático. Yo creo que estas cifras nos demuestran que realmente estos poderes existen y que tienen una gran influencia en la conformación de los gustos y los valores de los individuos y de las sociedades. Hay, en estos momentos, poderes que realmente (como decía también Victòria Camps ayer) no están bajo el control de nadie. Y este poder se concentra cada vez más en manos de unos pocos, ya que en estos momentos podríamos decir que de grupos con esta dimensión mundial hay siete como mucho.
Victòria Camps apuntaba ayer como preocupación ética delante de esta situación el hecho que estos grandes grupos no están controlados por nadie. Supongo que Victòria se refería al control desde la sociedad o desde los Estados. Esto podría llevarnos a un debate, por otra parte muy interesante, sobre si el mercado es suficiente control, como afirman los ultraliberales, o lo es la presión del consumidor, o por contra hacen falta regulaciones desde los poderes públicos. Pero hoy querría centrar el debate en esta sesión en el fenómeno de masificación de la cultura y de concentración empresarial que he descrito y en las amenazas, que desde mi punto de vista, se le derivan.
Yo querría poner tres sobre la mesa. La primera sería la configuración de un espacio cultural estandarizado. La segunda, el modelage de la opinión individual y colectiva. Y la tercera, las tentaciones de la censura en un mundo aparentemente libre.
Empecemos por la primera: la configuración de un espacio estandarizado. La creación de un espacio cultural homogéneo, por todo el mundo, y dominado (en principio) por estos grandes grupos creo que es una cosa que se está imponiendo por la fuerza de los hechos. De manera que cada vez el espacio para la expresión de las diversidades y las minorías culturales y lingüísticas es más pequeño. Todo esto toma aún más relevancia a medida que la influencia creciente de la economía y de la comunicación han ido haciendo relativas las fronteras nacionales. Cada vez más, el mundo, al menos nuestro mundo occidental, se convierte en un espacio vital único y homogéneo y la tentación de informarlo de forma homogénea, de distraerlo de forma homogénea, hasta transmitirle unos conocimientos homogéneos crece porque cuanta más homogeneidad, más alta es la rentabilidad económica de los que creen y comercializan información y entretenimiento. Y aquí topamos con la primera cuestión que podríamos debatir: ¿Podemos exigir a las empresas de comunicación que renuncien a maximizar sus ganancias para poder defender la diversidad? Hacemos esta pregunta convencidos que, desde una posición ética, la defensa de la diversidad es una obligación ineludible.
Pasemos a la segunda amenaza, el modelage de la opinión individual y colectiva. Como hemos dicho al principio, los medios de comunicación se han ido concentrando a manos de unos pocos, que tienen obligaciones, también, con otros sectores: la banca, las telecomunicaciones, la construcción... Por lo cual es fácil caer en la tentación de modelar la opinión. Esto sin olvidar las presiones de tipo político ni las que nacen de las mismas normas que se otorgan los medios. Por ejemplo, lo que nace de la idea que la televisión no admite un discurso articulado. En los debates electorales americanos, el tiempo que dan de respuesta, está regulado así a cada uno de los candidatos, es de 7 segundos. ¿qué tipo de discurso se puede articular en 7 segundos? La urgencia es contraria al pensamiento porque, mientras la información sí que es rápidamente acumulable, el conocimiento crece lentamente. De esta manera, la reducción de las posibilidades del lenguaje es a la vez una reducción del mundo y de la complejidad de su experiencia. Porque como más amplio es el público al cual se quiere llegar, más simple ha de ser el contenido para no molestar a nadie, ni por su contenido ni por su exigencia.
La tercera amenaza sería las tentaciones de la censura. Y podemos creer que sí, que en el mundo en qué estamos, la censura no existe. Evidentemente, yo creo que estaríamos equivocados. Me gustaría dedicar un momento a dos tipos de censura: la censura por razones económicas y la censura por razones morales. La censura por razones económicas es la que se deriva de conceptos como eficacia empresarial o rentabilidad. Una palabra que los editores y los productores de discos o de cine citan cada vez más, es la palabra promotable, es decir, si un autor es promocionable o no, y la rentabilidad que se le puede sacar. Es decir, qué imagen da delante de los medios de comunicación, delante de los espectadores, en contacto directo con el público. Intervienen aquí conceptos como el origen de país y raza, el sexo, la apariencia física, la edad. No me extraña nada que algunos reaccionen con sarcasmo delante de todo esto. Max Frish, el autor suizo después de visitar la feria del libro de Frankfurt, dijo que "la diferencia entre un escritor y un caballo está, en que el caballo ignora el lenguaje de los marchantes de ganado". Ahora, con todo esto, la pregunta que surge, es: ¿a quién se le tiene que exigir que evita este tipo de actuaciones? ¿A la empresa? ¿A cada uno de los empleados? ¿Se puede exigir a una persona, pues, que se juega su salario (y ayer había alguien entre vosotros que ponía esta pregunta en el debate) que vaya en contra de los criterios de rentabilidad de la empresa? Hay una frase muy repetida en el mundo de los negocios que dice que: "o cambian los resultados o cambian las caras".
Es indiscutible que, hoy, la cultura tiene carácter de mercancía. Y por lo tanto, el éxito económico se convierte en el principal objetivo. Un objetivo no sólo para las empresas, sino también para los autores. La mayoría de los autores son los primeros que hoy exigen éxito económico. Ahora bien, en este sentido, Josep Ramoneda decía ayer una cosa de la que estoy totalmente de acuerdo: cultura y economía se pelean. Es decir, la función económica se opone a la función cultural y la función cultural se opone a la función económica. Josep Ramoneda decía ayer que la cultura tenía que tener consciencia de servicio público, que sólo prosperaba con sentido crítico y que había que ser exigente sobretodo en el ámbito de la calidad. Esto va directamente en contra de los factores económicos. Por tanto aquí, hay un conflicto de funciones. Y como enfrentarse y superar este conflicto tendría que ser también uno de los temas de nuestro debate.
Y finalmente, habría la censura por razones morales. La censura por razones morales es la que parte de les siguientes objeciones: la creación artística no tiene que atentar nunca contra la decencia ni contra las creencias ni contra las buenas costumbres. Y dicho así puede parecer cosa superada, pero creo que no es tanto del pasado esto. Porque si nos fijamos en ello, encontramos muchos casos al rededor nuestro. Hay, en estos momentos, bastantes institutos de enseñanza media de los Estados Unidos que han prohibido Shakespeare, por ejemplo. No se puede leer Shakespeare, porque Shakespeare invita, dicen, a actitudes como los celos y el maltrato a las mujeres (Otelo), al asesinato de padres, madres, hermanos, a cosas que más vale que los niños no sepan ni lean nunca. Los padres que defienden esto, de hecho se adscriben a esa misma ley de la ofensa que podía esgrimir Homeini contra Rushdie. Una ley que no es solamente propia del mundo islámico. Siempre es bueno recordar que pocos días después de la fátua contra Rushdie, el Osservatore Romano, el órgano oficial del vaticano, expresaba "su solidaridad con los que se han sentido heridos en su dignidad de creyentes". La polémica sobre si la lectura de ciertos libros puede ser perniciosa o no se remonta al siglo XVI, per continua vigente hoy y creo que tendría que ser el tema de nuestro debate. Para ilustrarlo, citaré dos opiniones enfrentadas de dos grandes novelistas del siglo XX: Bruno Schulz y Hermann Broch. Broch decía que "hace falta tomarse seriamente la primacía de la ética sobre la estética y aprender a callar." Schulz defendía que " ya que el arte es la expresión espontanea de la vida, corresponde al arte proponer tareas a la ética y no al revés." Lo que preocupaba a Broch era la no limitación de criterios estéticos, de forma que, en el límite, hay el espectáculo de las antorchas humanas de Nerón. Por otra parte, si los editores pusiéramos la ética por encima de la estética quizás no habríamos publicado nunca libros como el Ulises de Joyce, que fue cualificado de literatura de letrina, o Madamme Bovary de Flaubert, que fue condenada por hacer apología del adulterio, o la Lolita de Nabokov, acusada de pedofília, o las Flores del Mal de Baudelaire, acusado de cantar "vulgaridades infames" y "de ultraje a la moral pública". La pregunta a hacernos sería: ¿Tiene derecho un editor a censurar alguno de los libros que le llegan para publicar, en función de su contenido o de las ideas que expone? O bien se tiene que limitar a valorar la obra en cuestión únicamente por el grado de su perfección estética? ¿O valorarla según el grado de entretenimiento que pueda dar al público? Hay aspectos de la experiencia humana de los cuales el arte no tendría que hablar nunca? O bien, como decía Baudelaire: ¿"el arte tiene su propia moral y ha de saber extraer la belleza también del mal"?
Para terminar quería decirles que, para aquellos que trabajamos en la gestión cultural, la ética es una cuestión puramente individual. Que las empresas no tienen ni ideas, ni principios ni opiniones, sino que las opiniones las tenemos los que trabajamos en estas empresas. Y es verdad que los que trabajamos en esto estamos sometidos a unas exigencias, sean políticas, económicas o del tipo que sean. Y de hecho, sería muy inocente pensar que la cultura vive aislada de la realidad. Vivimos en un mundo guiado por factores económicos i cuantitativos, y es inútil soñar en otra situación. Por esto creo que nos tenemos que plantear preguntas como las que nos hemos estado planteando estos días. Y desde este punto de vista, creo que este debate, estas jornadas, han estado una gran idea y pueden ser muy útiles. Muchas gracias.
Documento presentado en el Simposio "Ètica i Intervenció Cultural"