VIEJOS
Y NUEVOS RETOS PARA EL PATRIMONIO CULTURAL DE ANDALUCÍA
Juan
Agudo Torrico
y Esther Fernández de Paz
1.
La ley del patrimonio histórico andaluz: carencias e innovaciones
En este año se cumple el 10¼ aniversario de la promulgación de la Ley del Patrimonio Histórico Andaluz. Un periodo suficiente para permitir el balance de sus realizaciones y presagiar su proyección de futuro.
En principio cabe resaltar que esta ley andaluza ha sido calificada por los expertos juristas como uno de los mejores desarrollos normativos, en el ámbito autonómico, "por su amplitud, detalle y novedad de sus prescripciones" (Castillo Ruiz, 1995: 30); "mucho más original, avanzada y progresista en su regulación" que las precedentes (García Palma, 1994: 45). En ello tuvo mucho que ver que la consecución de nuestra ley de patrimonio no fue concebida como un mero acto de respuesta a los mandatos estatutarios sino que se encuadró en el marco de una política global sobre bienes culturales; conceptual, metodológica y administrativamente integrada.
En efecto, la Ley de Patrimonio Histórico Andaluz surge de] desarrollo de una de las previsiones contenidas en el Plan General de Bienes Culturales de Andalucía. Un Plan presidido por la idea de aunar e interconectar las acciones destinadas al conocimiento, protección y valorización del patrimonio andaluz, a través de un instrumento político capaz de articular todas las instituciones y actividades relacionadas. Tras dos años de trabajo, fue presentado al Parlamento y aprobado por unanimidad en 1989.
Su finalidad queda expresada en el primer capítulo: "Con este Plan General de Bienes Culturales se pretende superar la mecánica de actuaciones dispersas sobre el Patrimonio Histórico Andaluz, para poder llevar a cabo una intervención más racional sobre un legado cultural vasto y complejo que ha sufrido un abandono considerable antes del proceso de transferencias"(1993:19). Combinando argumentos conceptuales con instrumentos ejecutivos, el Plan se estructura a través de siete programas fundamentales que pretenden abarcar el trabajo integral en la tutela del patrimonio: administración, protección, investigación, difusión, conservación y restauración, instituciones del patrimonio histórico y programas especiales. Sobre ellos se han cimentado las líneas que conforman la política cultural actual en materia de patrimonio.
El programa de administración del patrimonio histórico es el que traza la estructura encargada de la gestión y aplicación del Plan General. Partiendo de la Dirección General de Bienes Culturales, desciende a las delegaciones provinciales y de éstas a los ayuntamientos, intercalando las comisiones e instituciones del patrimonio y agregando las posibles actuaciones privadas, en una empresa de gestión conjunta y descentralizada.
En materia de protección, el Plan se detiene en la finalidad que hasta entonces presidía la realización de los diversos inventarios del patrimonio histórico-artístico y analiza, en contraposición, las funciones actuales de la catalogación: el conocimiento del bien cultural como proceso continuo en cualquier etapa de su existencia, la instrumentación que oriente las actuaciones de conservación, y la información tanto para la administración como para el investigador o el público en general.
El programa de conservación y restauración de bienes culturales manifiesta ciertamente un concepto avanzado en estas materias, considerando paritario el trabajo del objeto y el de su contexto para la puesta en valor del bien cultural.
Finalmente, el apartado de instituciones del patrimonio atiende a los archivos, museos, y conjuntos arqueológicos y monumentales, mientras que el de los programas especiales se dedica a cuatro instituciones sobresalientes: el Conjunto Monumental de la Alhambra y el Generalife, el recién creado Archivo General de Andalucía, el Conjunto Monumental de la Cartuja de Sevilla y, ubicado en el propio recinto de la Cartuja, el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico que habrá de servir de "intermediario entre los distintos organismos e instituciones públicas y privadas, al actuar como centro planificador, supervisar las investigaciones en curso, ser receptor de las mismas, y, por último, llevar a cabo materialmente determinados trabajos que se programen" (1993: 90)
De este modo, el Plan General de Bienes Culturales declaraba la conveniencia de instituir en Andalucía un centro especializado en la tutela del patrimonio, con capacidad para intermediar entre las distintas disciplinas, agentes e instituciones públicas y privadas relacionadas, fomentando y canalizando investigaciones y actuaciones e intercambiando las experiencias. En perfecta correlación con la estructura planteada en el Plan, el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico se organiza administrativamente en servicios, que no se plantean en función de las categorías patrimoniales sino en base a los distintos programas tutelares entre los que deben procurar la máxima coordinación: información y documentación; intervención, conservación y restauración; formación y difusión. A ellas se agrega después el centro de arqueología subacuática con sede en Cádiz, donde llevar a cabo la investigación de todo lo relacionado con el patrimonio histórico en este medio.
Tras la entrada en vigor del I Plan de Bienes Culturales, fueron precisos dos años más para la redacción y aprobación de la Ley 1/1991, de 3 de julio, de Patrimonio Histórico Andaluz, siendo la tercera comunidad autónoma en contar con normativa propia, después de Castilla-La Mancha y el País Vasco.
En principio, como norma ineludible, todas las legislaciones autonómicas han de adecuarse por entero a los extremos establecidos en la Ley del Patrimonio Histórico Español de 1985, incidiendo sólo en aquellos aspectos que pertenezcan al ámbito competencial propio de cada comunidad. Y es que la descentralización que supuso el Estado de las autonomías va a dar lugar a algunos casos de concurrencia de facultades que la práctica ha tenido que ir resolviendo. El caso paradigmático lo constituyen precisamente los asuntos culturales, a la vez competencia del Estado y de las comunidades autónomas. La cultura es tratada en la Constitución no como atribución exclusiva de ninguno de los poderes ni tampoco como materia repartible entre ellos, sino un aspecto confiado de forma paralela y simultánea al gobierno central y a los autonómicos.
En materia de patrimonio, el Estado se reserva en exclusiva unas atribuciones que le son propias, tales como las relativas a relaciones exteriores: el establecimiento de criterios para la exportación de bienes culturales y la recuperación de los exportados ilegalmente. Sin embargo, también a nivel interno pretendió conservar para sí una serie de medidas que, como era de esperar, no fueron sumisamente aceptadas por algunas autonomías. Nada más aprobada la nueva ley de Patrimonio Histórico Español, el País Vasco, Cataluña y Galicia interpusieron sendos recursos de inconstitucionalidad contra algunos de sus preceptos, al entender que contravenían las competencias propias asignadas en los respectivos estatutos de autonomía y en los decretos de traspasos de bienes y servicios.
Aunque Andalucía no alzó su voz en esos momentos, sí se benefició, como el resto de comunidades, de la resolución emitida seis años después, en 11991, por el Tribunal Constitucional. En ella se reafirma la constitucionalidad de las competencias atribuidas al Estado en la Ley del Patrimonio Histórico Español, con la sola excepción de las declaraciones de los Bienes de Interés Culturall -la máxima categoría de protección-, las cuales pasaron a ser competencia de las comunidades autónomas siempre que no se refieran a bienes adscritos a los servicios públicos gestionados por el Estado o integrantes del Patrimonio Nacional.
Teniendo todo esto en cuenta, la legislación andaluza buscó recoger expresamente las peculiaridades que presenta un patrimonio cultural que le es propio, a la vez que ideó las figuras de protección que consideró más idóneas y fijó la organización administrativa que mejor se adecúa a su puesta en práctica.
Las innovaciones que presenta las resume la propia Ley en su preámbulo antes de proceder a desarrollarlas. En resumen destaca la creación del Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz como instrumento de protección y divulgación; la potenciación de la intervención preventiva y de las actuaciones urgentes; el establecimiento de una normativa específica en materia de conservación y restauración; mayor coordinación con la normativa urbanística y ambiental, así como la posibilidad de crear órganos mixtos como medida de articulación con las entidades locales; sin olvidar las novedades en fomento y régimen sancionador. Y de modo destacado, la creación de nuevas figuras de protección, entre las que se hallan los "Lugares de Interés Etnológico" y las "Zonas de Servidumbre Arqueológica", asumidas después por otras legislaciones posteriores.
Posiblemente uno de los principales avances programáticos de la ley andaluza es la búsqueda de una acción coordinada entre la administración de cultura y las restantes consejerías con incidencia en la tutela del patrimonio, así como la entrega de competencias a órganos menores, desde las delegaciones provinciales hasta los ayuntamientos. Para éstos en concreto, la ley no se limita a atribuirles la labor de cooperación que les concede el Estado, referida a evitar las acciones de deterioro y notificar cualquier amenaza a la administración competente, sino que, además de ello, les reconoce expresamente la misión de realzar y dar a conocer el valor cultural de los bienes integrantes del Patrimonio Histórico Andaluz que radiquen en su término municipal.
En cuanto al fomento de la participación activa de la sociedad, la ley andaluza le otorga la iniciativa no sólo para reclamar la incoación de expedientes o denunciar los peligros que observe en los bienes del patrimonio, sino también para exigir información sobre los planes, proyectos o programas, tanto públicos como privados, que puedan tener incidencia directa o indirecta en el patrimonio.
Los bienes integrantes del patrimonio de los andaluces, cualquiera que sea su categoría o morfología se registran en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz. De esta manera, no se establece una serie de registros independientes como hace la ley estatal sino un registro unitario con dos cauces de inscripción: genérico y específico. Aun a falta de especificación reglamentaria, la ley andaluza asienta así las bases para la protección individualizada de sus bienes culturales, preveyendo incluso la posibilidad del dictamen de instrucciones particulares que adapten cada caso concreto a las normas de protección generales. Con ello se busca atender las especificidades que presentan los distintos bienes patrimoniales, incluido un aspecto no resuelto en la legislación del Estado como es la protección del patrimonio inmaterial.
Verdaderamente, el acierto conceptual que muestra la ley andaluza de patrimonio hace incomprensible el mantenimiento del calificativo general de "Histórico" para su denominación genérica, a ejemplo de la ley estatal, en lugar de optar por el vocablo "Cultural", el único término comprensivo y abarcador de los diversos grupos de interés de los bienes patrimoniales. Un término que incide en las construcciones culturales de un colectivo, pasadas y presentes, en su continuidad y discontinuidad, por encima de la consideración de un tiempo ya pasado a la que indeleblemente remite lo histórico. Unas reflexiones, además, ya esbozadas en la Ley del Patrimonio Cultural Vasco de 1990, a las que los redactores de nuestra ley no prestaron atención.
Por su parte, los Títulos expresos de Instituciones del Patrimonio son obligadamente concisos en la Ley del Patrimonio Histórico Andaluz, por la circunstancia de tener ya aprobadas leyes específicas: Bibliotecas desde 1983 y Archivos y Museos desde 1984. Andalucía fue así la primera y única comunidad que promulgó estas normativas en la primera legislatura autonómica, con anterioridad incluso a la aprobación de la nueva Ley del Patrimonio Histórico Español de 1985. La constatación de este dato es importante por cuanto explicará las posibles carencias a la vez que el carácter innovador de algunas disposiciones.
Tras la entrada en vigor de nuestra ley de patrimonio, el parlamento andaluz comenzó a sancionar algunos de los desarrollos reglamentarios que ésta demandaba: Organización Administrativa del Patrimonio Histórico de Andalucía (1993), Actividades Arqueológicas (1993), Protección y Fomento del Patrimonio Histórico de Andalucía (1995) y Creación de Museos y de Gestión de Fondos Museísticos de la Comunidad Autónoma de Andalucía (1995); además de algunas órdenes, resoluciones e instrucciones que puntualizan aspectos concretos de los mismos.
Justo por entonces concluyó el periodo de vigencia del I Plan General de Bienes Culturales de Andalucía, por lo que se acuerda la formulación de un nuevo Plan, que actualmente sigue en vigor.
El Documento se abre con un balance de los resultados alcanzados en el Plan anterior, con la intención de volcar la experiencia adquirida en los proyectos para el nuevo periodo. Así se comprueba que durante la etapa finalizada se logró sentar las bases conceptuales y aplicar los programas directrices, aun a pesar de haber visto disminuidos en gran medida los presupuestos económicos que se proyectaron en un principio. también se analizan en ese momento las categorías de bienes incluidos en el Catálogo General del Patrimonio Histórico Andaluz, revelándose, aunque no se explicita, que el patrimonio etnológico es con gran diferencia el menos atendido; circunstancia esperable como consecuencia de la todavía real infravaloración de este "patrimonio modesto", traducida además en la débil presencia de antropólogos en los momentos de idear e iniciar las actuaciones y, desde luego, de llevarlas a la práctica.
Como novedad, en este II Plan de Bienes Culturales se incorporan algunas instituciones que representan aspectos del patrimonio histórico no incluidos en el anterior, tales como el Centro Andaluz de la Fotografía y de la Filmoteca de Andalucía, el Centro de Documentación Musical de Andalucía, el Centro Andaluz de Flamenco y el Centro de Arte Contemporáneo; sin olvidar las bibliotecas, que tampoco estaban contempladas.
Mas por encima de todo, el objetivo de este nuevo Plan es encaminar los instrumentos de tutela del patrimonio hacia su puesta en valor, idea que se va introduciendo desde los primeros capítulos. A tal fin se contextualiza la tendencia mundial al aprovechamiento de los recursos patrimoniales, deteniéndose más expresamente en las políticas de la Unión Europea y en la participación de Andalucía en sus programas de desarrollo local y comarcal. también recorre la implicación del patrimonio en otras políticas de la Junta, como el Plan Económico para Andalucía Horizonte 2000 que reconoce expresamente al patrimonio histórico como posible motor de desarrollo, y en el que convergen la Consejería de Cultura y la de Medio Ambiente, sin olvidar su conexión con el Plan Andaluz de Investigación y con la actividad turística.
Por tanto, la idea principal es que los bienes culturales son un recurso estratégico para el desarrollo de Andalucía, y así se expresa: "En el contexto local, especialmente en Andalucía, el patrimonio cultural en su integración con el natural, es uno de los recursos básicos, abundantes y con una clara tendencia al alza en su demanda, tanto interna -entendida ésta como la demanda de los habitantes de cada territorio y los del conjunto de la región-, como externa, lo que debe ser aprovechado en todas y cada una de las iniciativas locales de desarrollo" (1997: 24).
Para ello, la propuesta del II Plan es la de una organización territorial que, tomando como referente a la provincia, se apoya en criterios básicamente geográficos y demográficos; unas directrices que obvian, a nuestro parecer, cualquier referente a las significaciones histórico-culturales en su sentido más amplio. La intención declarada es ir progresivamente desconcentrando las funciones dentro de la Consejería de Cultura a favor de las delegaciones provinciales y las propias instituciones del patrimonio.
En este sentido, uno de los objetivos básicos es transferir a los municipios competencias directas sobre sus bienes culturales y sus instituciones, con la correspondiente asignación de recursos, entendiendo que la cercanía y la participación de la sociedad son factores claves para la conservación, valoración y rentabilización del patrimonio.
Bajo nuestro punta de vista, sea cual sea la institución responsable de la gestión y de la tutela patrimonial, la única meta que les debería guiar es conseguir su protección y valorización. Pero creemos que la gestión nunca será efectiva sin la participación de la sociedad y que esto no se logrará sin la plena convicción de que el patrimonio surge de ella misma y, en consecuencia, le pertenece. Y para extender tal sentimiento, después de siglos de artificialidad, resulta extremadamente positivo que la administración competente conozca de cerca las identidades culturales, los referentes patrimoniales y el territorio donde se conforman. Sin duda, la sensación de ingerencia entorpece este proceso irrenunciable. Mientras se siga considerando que la tutela del patrimonio responde a intereses ajenos a la historia y a la vida de sus protagonistas, y que incluso puede suponer un freno al normal desarrollo de su realidad presente, no habrá medida patrimonial que pueda resultar efectiva.
2. Cultura, patrimonio y entidades culturales
Para contextualizar el sentido que en la actualidad atribuimos al patrimonio cultural, merece la pena recordar que la "cultura" no ha sido siempre considerada como un derecho colectivo a reconocer y proteger por las instituciones públicas. De hecho, el derecho a la cultura no estuvo incluido en la denominada primera generación de derechos humanos, formulada en el tránsito de los siglos XVIII al XIX y desarrollada como soporte justificativo y legitimador del concepto de Estado Liberal de Derecho, que surge al compás de la revolución burguesa y que se expande en esa última centuria. La definición y aplicación de estos derechos humanos se basó en unos presupuestos marcadamente individualistas, en beneficio de la nueva burguesía que controla los resortes políticos y económicos de la nueva sociedad. La función del Estado no es intervenir como institución equilibradora y redistribuidora en beneficio de la colectividad, sino garantizar la no injerencia en el libre ejercicio de los derechos que "por naturaleza" le corresponden al hombre: libertad, igualdad, propiedad, seguridad.
Las graves desigualdades sociales en las que se fundamenta el desarrollo de la sociedad capitalista del siglo XIX y comienzos del XX, y la consiguiente contestación social al modelo creado, irán progresivamente modificando esta formulación en aras a una mayor intervención del Estado como institución reguladora para paliar estas desigualdades y conflictos.
De este modo, en el transcurso del siglo XX se afianza el modelo de Estado que se ha dado en llamar Estado Social de Derecho. Se produce una primera mutación de estos derechos humanos (Pérez Luño, 1991), formulados ahora como derechos económicos, sociales y culturales colectivos; pero sobre todo se asigna al Estado un papel claramente intervencionista para garantizar la participación de los ciudadanos en las diversas esferas de la vida social.
El término cultura comienza así a aparecer por primera vez en las Constituciones democráticas surgidas a partir de la segunda década del siglo (Prieto de Pedro, 1995), aunque todavía aplicado en su acepción más formalista e individualista: como derecho a la educación formalizada -escolarización- y al acceso a unos medios que favorezcan la consecución de los viejos ideales de formación humanística: museos, bibliotecas, etc.
La aceptación y el empleo del concepto de cultura en su acepción antropológica, étnica, que hoy conocemos, va a ser bastante más tardío y consecuencia de otras circunstancias históricas, en no pocas ocasiones dramáticas, relacionadas con la puesta en cuestión del viejo modelo de los estados-nación y su obsesión por una cultura-educación uniformadora. Al mismo tiempo, el reconocimiento de las minorías étnicas, el rechazo a la persecución e incluso extermino de una colectividad por cuestiones culturales -etnocidio-, o los procesos de descolonización que pusieron fin a los discursos más eurocéntricos e identificadores del poder político-militar con la supremacía cultural, ha obligado a reconocer al fin la existencia en igualdad de los derechos de otros pueblos y culturas.
En este contexto, nos encontraríamos ante una tercera y controvertida generación de derechos humanos, que toma como punto de partida el principio de que la plena realización como seres humanos sólo puede alcanzarse en el seno de una cultura específica, en la interacción con otros individuos con los que compartimos una similar cosmovisión de nuestro entorno social como herederos y participes de una larga experiencia colectiva.
Una interpretación nueva y ampliadora del concepto de cultura que también va a ir quedando reflejada a nivel legislativo. Un primer caso, muy significativo y simbólico por la fecha en la que se promulga y su condición de pionera en muchos aspectos, es la Constitución Republicana de 1931, donde aparece por primera vez, en la legislación española, la triple acepción del concepto de cultura que después reproducirá la Constitución de 1978, y que en algunos de sus aspectos -reconocimiento y defensa del patrimonio cultural como bien colectivo, legitimación y obligación del Estado para intervenir en su defensa- se generalizará en buena parte de los documentos constitucionales y legislaciones específicas en defensa del patrimonio cultural, que van promulgándose en el conjunto de Europa desde la segunda mitad del siglo XX.
En la Carta Magna de 1931, el vocablo cultura -o las referencias a su conceptualización- es utilizado en una triple acepción: la más tradicional que lo asocia al derecho a la educación formalizada; una segunda, que supuso un notable avance, por la que se considera que la "riqueza artística e histórica del país, sea quien fuere su dueño, constituye tesoro cultural de la Nación y estará bajo la salvaguardia del Estado" (art. 45); y una tercera, que reconoce el derecho de un colectivo que comparta unas similares características culturales, a argumentarlas entre las circunstancias a tener en cuenta a la hora de reclamar la autonomía política del territorio en que se asienta.
De este modo, el término cultura va a ser utilizado:
1) Como una de las variables en las que fundamentar un nuevo mapa administrativo-territorial que abre paso a lo que hoy conocemos como el Estado de las Autonomías, con lo que ello supone de revisión del viejo modelo de los estados-naciones, fundamentados, entre otros mecanismos, en la imagen unitarista de un solo pueblo-cultura-nación.
2) La consideración de que determinados referentes de nuestro entorno (bienes histórico-artísticos y "lugares notables por su belleza natural o por su reconocido valor artístico o histórico"), que hoy denominaríamos bienes culturales, pertenecen a la colectividad por ser testimonios de los procesos históricos que han llevado a su conformación como tal "nación".
3) Que el Estado tiene la obligación de preservarlos, afirmando la primacía en estos casos del derecho público frente al predominio absoluto que hasta entonces se había concedido a los derechos individuales
Sin detenemos ahora en el análisis de la consideración, bastante restringida y "clásicas", de lo que para entonces se consideraban "tesoros nacionales", sí resulta interesante constatar cómo buena parte de las formulaciones que entonces se hacen acerca del papel que ha de jugar la cultura en la articulación de las relaciones socio-políticas, se han mantenido en la Constitución de 1978. Unas consideraciones reafirmadas a su vez en el proceso autonómico y los consiguientes Estatutos de Autonomía, e incluso en la función asignada al patrimonio cultural tanto en el conjunto del Estado Español como en cada territorio autonómico.
Queramos o no, el "hecho cultural" o "diferencial" ha cobrado nuevos bríos como soporte justificativo de unas identidades étnicas sobre las que fundamentar la nueva organización territorial autonómica. Y en estos contextos, el patrimonio cultural, los criterios seguidos en su selección, los discursos interpretativos sobre el mismo, se están convirtiendo en un instrumento privilegiado para "visualizar" estas particularidades político-culturales diferenciadoras.
En la actualidad, por tanto, hablar de patrimonio cultural es hacerlo de un concepto en muchos sentidos polisémico: en los significados que le atribuyen los diferentes agentes sociales; en el uso que hacemos o debería hacerse de él; en los sentimientos que evoca; en lo referente a sus propios contenidos según lo que consideremos que ha de ser o no considerado bien cultural y forma parte de dicho patrimonio; o, en definitiva, en la referida instrumentalización política que haremos de estos referentes culturales, tanto en su selección previa como en los rangos de importancia que atribuyamos a unos u otros, buscando definir y reafirmar una precisa imagen del nosotros a través de la historia y en el presente.
Es por ello que el propio concepto de patrimonio cultural puede, llegar a ser un término problemático, por cuanto la consideración de un determinado referente cultural como bien patrimonial colectivo presupone una modificación sustancial en sus significados sociales y en la implicación de las entidades públicas para su preservación y valorización.
Estas cuestiones deben hacemos reflexionar sobre al menos una doble circunstancia. En primer lugar, el proceso y razones que han llevado a la estimación de determinados testimonios culturales como bienes culturales, es decir, como vestigios que representan un determinado periodo histórico o como manifestaciones de una determinada colectividad que, en consecuencia, deben ser considerados como bienes colectivos. En segundo lugar, un hecho muy vinculado a lo anterior: los criterios que se han seguido para determinar dicha selección.
Ambas cuestiones tienen sentido y son pertinentes como preámbulo de cualquier análisis sobre el significado y función de nuestro patrimonio cultural, sea cual fuere el marco territorial desde el que nos planteemos su puesta en valor. Se trata de constatar que este proceso no ha sido accidental, resultado de nuevas inquietudes, sensibilidades o intelectuales, ajenas a cualquier circunstancia histórica.
Por el contrario, tener en cuenta los procesos históricos que han dado lugar a esta nueva concepción de nuestro entorno cultural y medioambiental, no es sino evidenciar la aparente obviedad de que la imagen que podamos crear de cualquier bien cultural responde siempre a una construcción social muy concreta, sometida al proceso de la selección del tiempo: a la interpretación que en cada periodo histórico se haga de nuestro pasado y presente, y, en muchos casos, a factores más prosaicos e interesados como son los intereses partidistas de los sectores socioeconómicos o políticos que en un momento dado controlan las instituciones -locales o supralocales- implicadas de una u otra forma en la interpretación y protección de este patrimonio.
De esta manera, la imagen que vamos a desarrollar de nuestro patrimonio cultural (rangos que apliquemos a los bienes culturales, prioridades en su conservación o valorización, selección de elementos a elegir como emblemáticos) dependerá siempre de un discurso ideológico preciso, utilizando estos referentes -entre otros recursos culturales pero no en pocas ocasiones de forma preferente- para generar o auspiciar, desde el pasado al presente, una determinada percepción del nosotros. Unas imágenes que pueden a su vez, haciendo aún más complejo el mundo de la interpretación de nuestro patrimonio cultural, ser muy diferentes según el nivel de integración al que nos remitamos, desde lo local a la identidad étnica, y de la finalidad a las que las destinemos: como apoyo a los referidos discursos políticos identificatorios o como mero recurso económico (patrimonio de consumo), demandado cada vez más por nuestra sociedad cosmopolita.
A fin de cuentas, en muchos aspectos, la selección e interpretación de los componentes de este patrimonio no hace sino adaptarse a viejas prácticas interpretativas que, como sabemos, se han hecho y se siguen haciendo de la historia: personajes históricos, acontecimientos o periodos emblemáticos, papel desempeñado por uno u otro sector social, etc. Sólo que ahora no se pretende únicamente reafirmar e incluso amplificar la visualización de esta historia con la puesta en valor de un creciente número de referentes de nuestro entorno, elevados a la categoría de bienes culturales. Actualmente, acorde con el propio modelo de una sociedad más democrática, la selección de estos referentes no se limita a los viejos modelos que priorizaron casi en exclusiva -con la excepción de algún que otro vestigio arqueológico- los testimonios vinculados a los grupos sociales e instituciones dominantes en los sucesivos sistemas sociales. Ahora, progresivamente, el concepto y sentido del patrimonio cultural se va haciendo extensible al conjunto de la sociedad, tanto en los aspectos de propiedad y disfrute como en la necesidad de hacer coincidir sus contenidos y capacidad de evocación con la totalidad de los subsistemas -económicos, sociales y simbólicos- que han conformado sus estructuras sociales a través del tiempo. Y en este proceso tiene también cada vez más peso el conjunto de la ciudadanía, tanto como heredera y receptora de los aspectos positivos que conlleva su preservación y valorización, como a la hora de intervenir en la definición de sus contenidos y en la propia preservación.
Al mismo tiempo, esta imagen de lo que debiera ser el contenido y significados simbólicos de nuestro patrimonio cultural, supone también una revisión del propio concepto del tiempo en clave cultural. Hasta no hace mucho, como evoca la idea más rancia de los viejos "tesoros" o "monumentos" nacionales, la imagen de este patrimonio entroncaba directa y exclusivamente con el concepto más clásico de tiempos históricos, en referencia a unos tiempos lejanos, posibles de rememorar únicamente a través de las fuentes documentales tenidas por históricas: documentación escrita de diversa categoría, interpretación de los restos arqueológicos y de los propios testimonios seleccionados como patrimonio histórico.
Ahora esta concepción del tiempo también incluye el presente. La nueva imagen enfatiza no sólo lo que nos queda del pasado, sino el modo como determinados referentes y significados siguen vigentes en el presente histórico (cambiante) y se consideran insertos en un código cultural específico (tradición) que hace que dicho presente histórico se perciba como continuidad del pasado; entendida esta tradición también como mecanismo de adaptación a la hora de percibir y condicionar estas mismas posibilidades de cambio.
3. La recreación de la tradición
La instrumentalización de la tradición puede ejemplificarse con claridad en el fenómeno de proliferación actual de los considerados "museos de identidad" en toda Andalucía. Un fenómeno resultante de la confluencia de varios factores determinantes.
De un lado, la desmesurada apetencia de turismo que muestra hoy toda la economía andaluza, al considerarlo como una de las principales fuentes de empleo y desarrollo. A tal fin, remontando el exclusivo turismo de sol y playa, comienza a potenciarse el turismo de interior, eufemísticamente denominado "turismo cultural", y es justo ahí donde el patrimonio empieza a verse como un auténtico reclamo. Una estrategia que actualmente preside la práctica totalidad de las actuaciones patrimoniales, al amparo de las directrices iniciadas por el Consejo de Europa y con el refuerzo que suponen los programas y fondos estructurales de la Unión Europea en su intento por remontar los desequilibrios regionales. En definitiva, una política de puesta en valor del patrimonio como recurso económico, claramente aceptada en nuestro II Plan de Bienes Culturales.
Sin lugar a dudas, si la presentación patrimonial está bien planteada, puede suponer incluso un reforzamiento de la propia identidad al proyectarse contrastivamente hacia el exterior. El problema es que los posibles efectos positivos de la puesta en valor del patrimonio varían cuando el interés exclusivo es el económico. En no pocas ocasiones estas políticas están consiguiendo subvertir por completo el sentido y finalidad de la tutela patrimonial, porque entonces los bienes culturales no son considerados como el conjunto de las manifestaciones y testimonios que contribuyen a explicar y dotar de significado los rasgos culturales de un colectivo. El interés se centra exclusivamente en la protección de los elementos más atrayentes a los potenciales visitantes, en el afán por obtener la mayor rentabilidad económica posible.
En los centros urbanos es el patrimonio monumental el que concentra toda la atención: los barrios históricos y determinados edificios singulares, a los que se agregan, cada vez con más frecuencia, museos construidos en inmuebles espectaculares, ya con valor por sí mismos independientemente de su contenido. La meta perseguida no parece ser otra que alcanzar una masiva afluencia de público, como efectivamente se logra. Al lado de esto, el patrimonio etnológico en las grandes ciudades no interesa como atracción turística. Basta comprobar cómo, día a día, se cierran talleres artesanos, se especula con viviendas singulares pero sin importancia desde el punto de vista histórico-artístico, se demuelen patios de vecinos, plazas, comercios considerados obsoletos, y todo aquello a lo que no se le suponga ningún beneficio económico. Claramente la mentalidad economicista aplicada al patrimonio cultural ha alcanzado, no ya a la sociedad en general, sino incluso a los organismos e instituciones encargados de su custodia, ante presiones urbanísticas o mercantilistas que consiguen hacer olvidar el valor cultural de algunos de los bienes integrantes de un patrimonio "menor" y la obligación de preservar su memoria.
Pues bien, tal como siempre ocurre, éstas son las pautas que sirven de modelo e intentan imitarse en cualquier punto de la geografía rural: volcarse igualmente hacia los testimonios más monumentales o más antiguos posibles, como si con ello pudiera acreditarse la notoriedad e importancia del lugar en cuestión. Sólo cuando se carece de estos potenciales, se recurre al modesto patrimonio etnológico, porque desde luego no se renuncia a atraer visitantes. Y a tal fin no queda más que la recreación de sus más "puras" tradiciones.
De entrada, muchas de las reconstrucciones realizadas expresamente para el turismo son meras teatralizaciones perfectamente orquestadas, que a veces ni siquiera reflejan la propia imagen sino la que se entiende que el turista espera encontrar. En estos casos, nos hallamos con pueblos reconstruidos para cultivar su ruralidad, su tipismo, sus artesanos, su "autenticidad" en suma, esforzándose por mantener un estatismo conservacionista en las "tradiciones", para evitar que su pérdida repercuta en el descenso del interés turístico; de esos turistas urbanos que anhelan envolverse momentáneamente en espacios y modos de vida en los que proyectar la imagen neorromantizada de un pasado de bondades imaginadas.
En esta línea es donde encontramos el afán que actualmente manifiesta cada pequeña localidad por contar con su propio museo de "identidad", asociado a las "artes y costumbres populares". Parecería así que al menos los dirigentes de estas zonas sí han comprendido la trascendencia de preservar unos referentes claves para entender su identidad cultural.
Pero para esta misión primordial es importantísima la selección de los bienes integrantes del patrimonio etnológico propio: ni sirve cualquier elemento tildado de "popular" ni en absoluto puede circunscribirse en exclusiva a los ya desaparecidos o en evidente proceso de desaparición, tal como se tiende a considerar; muy al contrario, siempre deben reflejar su vinculación con las formas de vida presentes, porque su importancia no radica en constituir referencias históricas, sino en su significación de marcadores identitarios del presente cultural de un colectivo. La realidad, por el contrario, es que prácticamente sin variación vemos cómo estos museos locales están trazados desde la más acientífica reiteración de objetos "tradicionales" en desuso, pertenecientes a un mundo rural que no tiene nombre propio ni época concreta ni territorio definido ni, consiguientemente, relación alguna con la configuración actual de una determinada comunidad.
Justo por ello, los habitantes de esas localidades -sujetos de los objetos musealizados- no pueden hallar en estas exposiciones ningún referente cultural que en verdad distinga la trayectoria histórica, ecológica, económica, social o ideológica de su comunidad respecto a la de otras. Y, desde luego, tampoco el turista al que va dirigido puede encontrar ningún atractivo en tales centros homogeneizados: visto uno (con sus cacharros de alfarería, sus telares, sus arados, su cocina popular, etc.) vistos todos.
Lo que nunca puede obviarse es que la selección y presentación de los bienes patrimoniales son actos cargados de sentido y para nada inocentes. Con ellos se quiere decir algo, se transmite una idea. Y la que vemos repetida insistentemente por nuestra geografía es el deseo de mostrar las pretendidas excelencias de un tiempo pasado, ya perdido, que era "puro", "auténtico", "natural" etc., es decir, ofreciendo al turista urbano una imagen idealizada y arcaizante de un mundo pasado que ya no volverá.
Si, por el contrario, se seleccionan adecuadamente los elementos patrimoniales relevantes de unas formas de vida determinadas, resultarían normalmente museos monográficos en base a una actividad, un ritual o cualquier otro elemento cultura, sobresaliente en una comunidad, con el que mostrar y explicar la expresión colectiva de un sistema cultural diferenciado.
Una buena política de patrimonio y desarrollo pasa necesariamente por oír la voz de sus protagonistas y por contar con la práctica científica del profesional que oriente el discurso resultante. Sólo así se consigue que cada población pueda profundizar en el conocimiento de su propia cultura Y pueda aprender de las culturas ajenas, lo que imperceptiblemente conduciría al respeto por la diversidad cultural, entendiéndola como respuestas adaptadas a la variedad de ecosistemas, especificidades históricas, tradiciones culturales, ocupaciones y actividades, sectores y clases sociales existentes, etc. El problema es que este lento aprendizaje casa muy mal con las aspiraciones de rentabilidad económica inmediata.
4. Instituciones y agentes sociales
Es claro que la necesidad de implicar activamente a los propios agentes sociales nos aparece como una consideración recurrente en cualquier discurso acerca de la puesta en valor y preservación del patrimonio cultural. En el caso patrimonio etnológico, esta pretensión se convierte en un factor clave: se trata de un patrimonio en muchos casos en uso, por lo que su preservación no puede acogerse a los modelos intervencionistas a los que estamos acostumbrados, tendentes a la cristalización de ejemplos inamovibles. Muy al contrario, su preservación estará en relación directa con la propia actitud de quienes siguen utilizándolos o dándoles vida.
El problema siempre ha radicado en que las actitudes al respecto han sido en muchos casos claramente negativas respecto a partes muy significativas de nuestro patrimonio cultural, como resultado no de la "evolución natural", impredecible, de la sociedad, sino de haber sido relegadas, desde unos discursos dominantes muy precisos, a la periferia -por no decir marginación- de lo cultural y socialmente importante. Así, en el origen de la desaparición de un considerable número de expresiones culturales tradicionales ha estado el propio sentimiento colectivo de que representaban imágenes de una ruralidad o atraso que había que superar, o que eran expresiones de la pobreza e inexistencia de otras alternativas. Significativamente, hoy asistimos a un proceso inverso, de recuperación de rituales, música, oficios, arquitectura tradicional, usos gastronómicos, etc. de este pasado, al haberse invertido su valoración, convertidos hoy, no sin cierta ironía en muchos casos, en testimonios de unas identidades que se pretender reafirmar a través del mantenimiento o recuperación de "la tradición".
En principio, cuando nos referimos al patrimonio cultural, pese al reconocimiento público de la necesidad de su preservación y el pesar por su creciente deterioro, existe una notable descompensación a favor del interés privado en la aplicación de las medidas de protección. A ello contribuyen varios factores, repetidamente citados: limitados recursos públicos disponibles, escasa dotación de personal en las instituciones públicas encargadas de velar por este patrimonio, y, en contraposición, enorme capacidad de presión de un mercado especulativo que cuenta no en pocas ocasiones con la aquiescencia de los poderes públicos, fundamentalmente desde el ámbito de las administraciones locales. Pero también contribuyen a ello otros factores como son:
a) La todavía limitada implicación de la propia colectividad en el reconocimiento y defensa de este patrimonio; un reconocimiento que irá menguando conforme nos alejemos de las imágenes más monumentalistas. En gran medida, el discurso sobre nuestro patrimonio a nivel popular sigue anclado en la imagen ya clásica de lo histórico-artístico-monumental. Por el contrario, los demás testimonios de nuestra cultura, a partir de un falso contraste comparativo con los anteriores, son vistos como escasamente relevantes.
b) Al mismo tiempo, incluso desde la propia administración, la amplitud de este patrimonio sobrecoge si se considera que su reconocimiento y protección han de conllevar necesariamente las medidas al uso, a costa de fuertes inversiones públicas. Una imagen derivada de lo que ocurre con nuestro abundante patrimonio monumental pero que debiera ser revisada en relación con otro tipo de patrimonio: ¿cómo se protege un ritual, un oficio, o a una arquitectura tradicional que sigue en uso? En estos contextos, la protección de este patrimonio ha de ir pareja al desarrollo de nuevas técnicas de puesta en valor e implicaciones de los colectivos vinculados, desde las instituciones públicas a la sociedad en su conjunto, en la línea de un cambio de valores y actitudes hacia los mismos, y una orientación y ayuda para su adaptación a las nuevas condiciones de vida o a nuevas funciones. En estos casos de manifestaciones culturales que siguen en uso, que se reproducen aiío tras año o que la pérdida de su funcionalidad originaria se ha producido en tiempos relativamente recientes, su protección y preservación han de ir unidas a una política de puesta en valor que pase ineludiblemente por su reconocimiento como testimonios de una identidad cultural que se pone de manifiesto desde el nivel básico de la sociedad local. Una puesta en valor que, al igual que el otro gran patrimonio monumental, debe ser compatible con su adaptación a nuevos usos y, en cierta manera, significados simbólicos.
c) Otro punto a considerar es la inaplicación de la propia legislación. Fundamentalmente en relación con todo lo que tiene que ver con el mundo del patrimonio arquitectónico y espacios urbanos, estamos asistiendo a un proceso continuado de desvirtuación (fachadismo, rehabilitaciones y restauraciones que encubren el vaciado de significado de edificios y espacios urbanos) y destrucción verdaderamente preocupante. Una destrucción que afecta tanto a la imagen externa de nuestros pueblos y ciudades, con la alteración drástica y desarmónica de sus calles y plazas, como a los modos de vivir que acogieron, y que, en sus aspectos positivos, han de ser considerados parte fundamental del mismo patrimonio a proteger.
Pensemos, como ejemplo, en el abandono y deterioro de las viejas casas de vecinos, o en creciente vaciado de los barrios tradicionales, al tiempo que estos espacios urbanos y sus viviendas "rehabilitadas", en las grandes poblaciones andaluzas, son buscados como lugares idealizados por unos sectores sociales con alto poder adquisitivo que, paradójicamente, los están eligiendo por su condición de "populares" y "tradicionales". En otros casos, e incluso en poblaciones de menor entidad demográfica en principio no aquejadas de la presión de esta especulación urbanística, las consecuencias son las mismas: la quiebra de una vieja tradición que ha sabido armonizar durante centurias viejos y nuevos modelos constructivos y urbanísticos, sustituida por una arquitectura y urbanismo anodinos.
La razón de estos hechos la acabamos de decir: la conflictividad entre protección y desaparición se suele resolver en beneficio de los intereses privados frente a la pretensión de su preservación. Pero el problema se hace más grave si tenemos en cuenta que dentro de estos intereses especulativos están cada vez más implicadas grandes empresas, sabedoras de lo que destruyen y de los mecanismos legales para conseguirlo; cuando no se benefician de esta misma situación, adquiriendo bienes inmuebles problemáticos a precios de ruina o solar para proceder a su destrucción, o negociar con la administración su cesión a precio de patrimonio.
d) Otro aspecto igualmente negativo es la creciente lectura de este patrimonio en clave de recurso exclusivamente economicista, desligado de las otras variables identitarias y de readaptación a los modos de vida de las colectividades que le dieron vida y conviven con él. En no pocas ocasiones, ello está provocando, como ya apuntamos, unos procesos de creación, "restauración" o adaptaciones (edificios, rituales, oficios, museos locales que nada o poco tienen que ver con los entornos culturales en los que se ubican) e incluso con los intereses de los propios sujetos sociales depositarios de este patrimonio. El factor predominante, como ya apuntamos, es el mero consumo de la tradición e historia que evocarían estos referentes, en consonancia con la creciente demanda turística o para el disfrute más directo de los habitantes de grandes ciudades que buscarán, por muy diversas razones, la evocación romanticista de este patrimonio de consumo.
En estos casos no se trata de defender, en aras de unas cuestionables autenticidades atemporales, la inmutabilidad de estos referentes culturales, sino el modo como se están transformando, la estandarización a que están siendo sometidos, y la mixtificación de un mundo-tradición que nada tiene que ver con las realidades y tiempos que aparentemente recrean. El uso turístico, como cualquier otro uso, es positivo si con ello se dota de nuevos significados y funciones a este patrimonio. A fin de cuentas no sería sino una fase más en los procesos de adaptación que han contribuido a la permanencia de un patrimonio que ahora tratamos de preservar, desde la evolución arquitectónica y funcional de cualquier edificio, a las expresiones rituales o los oficios hoy considerados tradicionales.
Lo cuestionable es el modo que se está siguiendo en muchos casos en esta nueva fase de adaptación, supeditado a unos intereses que generalmente son escasamente respetuosos con estos testimonios culturales, lo cual, en términos claramente negativos, esta suponiendo:
- Desvinculación de estas manifestaciones de sus contextos culturales originarios: fiestas que se transforman en espectáculos, edificios de las que sólo se preserva su carcasa, museos con recreaciones estudiadas para alimentar la añoranza, etc.
- Creación de unos modelos de intervención que actúan incluso negativamente sobre la autovaloración del resto de este patrimonio entre la propia colectividad.
- Interpretación del patrimonio trasladando en muchos aspectos la imagen más consolidada de una modernidad contraria a su propia permanencia: los referentes culturales seleccionados sólo son valorados como contextos escenográficos.
Respecto a esta última reflexión, en muchos aspectos se mantienen las viejas percepciones y discursos negativos de antaño. Mientras que a veces la recuperación de determinadas "tradiciones" o la exaltación de algunas de las ya existentes sirve a estos fines (véase la creciente recuperación de fiestas e incluso ferias en consonancia con su valor como espectáculos, que no rituales festivos, de cara a fines turísticos o de consumo), en otros muchos casos estos mismos valores son obviados o incluso considerados contraproducentes si entran en conflicto con estos mismos intereses políticos o empresariales. Ejemplo paradigmático es el de nuestra arquitectura tradicional, enormemente desprotegida frente a una especulación de ámbitos muy diversos: desde la preocupante subordinación a la especulación urbanística, a la persistencia interesada de unas imágenes de progreso y modernidad que ocultan fuertes intereses de rentabilizaciones económicas a corto plazo.
5. El futuro de nuestro patrimonio
Desde el punto de vista más positivo, tal y como hemos referido en el texto, Andalucía cuenta hoy en día con una muy buena Ley de Patrimonio Histórico, innovadora en muchos aspectos, y que recoge como tal normativa jurídica una visión globalizadora y abierta de nuestro patrimonio cultural. En su articulado se definen las diferentes categorías patrimoniales que constituyen en su conjunto el patrimonio cultural andaluz, al tiempo que se conforman las comisiones específicas que han de asesorar a la administración en lo que compete a las categorías de bienes culturales y a las instituciones del patrimonio histórico.
Como dijimos, al amparo de esta ley surgió también el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico convertido hoy en día en referente imprescindible de nuestro patrimonio, por sus labores de divulgación -diversidad y calidad de publicaciones que patrocina-, formación, trabajos de experimentación en tareas de restauración, y técnicas de documentación.
No obstante, en determinados aspectos, las actuaciones sobre nuestro patrimonio cultural no han sido tan positivas, o al menos no han supuesto una apuesta clara y coherente en su defensa. Entre ellos cabe citar, a pesar de la apuesta legal por evitarlo, la lamentable descoordinación, cuando no competitividad interna, entre las diferentes instituciones que deberían vincularse con la Consejería de Cultura al tener, de una u otra forma, competencias sobre nuestro patrimonio, como son las Consejerías de Obras Públicas, Medio Ambiente, Turismo... En más de una ocasión se han llegado a realizar tareas similares (inventarios, selección de elementos culturales para su puesta en valor o integración en planes específicos) sin tener en cuenta la labor ya realizada por una u otra Consejería. Esto resulta aún más preocupante si tenemos en cuenta la limitación de los recursos económicos disponibles; con el agravante de que no sólo se trata de una repetición de similares trabajos sino que, en contra de la propia filosofía de la Ley, tampoco coinciden las valoraciones y discursos a la hora de interpretar dichos referentes patrimonializados.
Por otro lado, tampoco han desaparecido algunos de los ya viejos problemas que arrastran las instituciones encargadas de su tutela. De un lado, la limitación de recursos económicos, una precariedad que afecta tanto a la labor de conservación como a la de documentación e investigación. Así se desprende de la preocupante irregularidad incluso a la hora de hacer efectivos fondos previamente asignados: becas de investigación, expedientes de documentación, etc. De otro lado, la escasez de personal, una situación que se hace todavía más espinosa si analizamos la descompensación en el número de profesionales asignados a uno u otro tipo de patrimonio, tal y como ocurre muy en concreto con la escasa presencia de técnicos cualificados que aborden la compleja temática del patrimonio etnológico.
Y es que, efectivamente, no todas las categorías de bienes patrimoniales están siendo tratadas con idéntica atención, en cuanto a las medidas de catalogación y puesta en valor, en claro perjuicio del patrimonio etnológico a pesar de los enormes riesgos que inciden sobre él.
Si defendemos una concepción holística de nuestro patrimonio como expresión de una memoria colectiva -lugares y tiempos de la memoria-, los testimonios seleccionados deben abarcar el conjunto de los subsistemas económicos, sociopolíticos, ideacionales que se consideren significativos de nuestra cultura; y, por supuesto, aquellas obras que den fe de los modos de vida de los diferentes sectores que han constituido y constituyen la estructura social andaluza. En razón de ello, habría que superar definitivamente viejos y muy arraigados criterios de rango en los valores a aplicar según sea el tipo de bien cultural a valorizar. Unos criterios que siguen priorizando unas imágenes y discursos muy a favor del patrimonio docto o culto -"gran patrimonio"- vinculado a las obras de los sectores sociales e instituciones que han detentado el poder en el transcurso de la historia.
En sentido análogo, también habría que revisar el predominio casi absoluto que han ejercido y ejercen determinadas disciplinas, e incluso referentes muy concretos de este patrimonio, imponiendo unos criterios en cuanto a importancia, valorización, modos de intervención y conservación, que han llegado en muchos casos prácticamente a identificarse con lo que debe ser el patrimonio cultural andaluz en sí y el modo de intervenir sobre él.
El mundo del patrimonio cultural andaluz se nos presenta como una realidad compleja, en sus contenidos y puesta en valor, en la que cualquier testimonio refleja una multiplicidad de significados: usos sociales, simbólicos, técnicas o saberes empleados en su creación o reproducción. De ahí que a la hora de su selección, interpretación y medidas a articular para su puesta en valor, tendría que tenerse en cuenta esta multiplicidad de miradas. Debemos hablar de patrimonio cultural como conjunto, aunque, metodológicamente, a la hora de aplicar los principios que rigen la propia Ley del Patrimonio Histórico Andaluz (conocimiento, difusión/valorización y protección), hayan de respetarse las diferentes miradas, justificaciones y significados de todo bien patrimonial; y esto sólo puede lograrse teniendo en cuenta las distintas disciplinas que pueden y deben confluir en la interpretación de los bienes culturales.
Evidentemente, nuestra ley de patrimonio no establece criterios de rango entre uno u otro tipo de patrimonio cultural, pero sí afirma la necesidad de tener en cuenta todas las manifestaciones propias de la cultura andaluza que deban ser preservadas en razón de su significado y representatividad de nuestra historia pasada y presente: "El Patrimonio Histórico Andaluz se compone de todos los bienes de la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, en cuanto se encuentren en Andalucía y revelen un interés artístico, histórico, paleontológico, arqueológico, etnológico, documental, bibliográfico, científico o técnico para la Comunidad Autónoma" (art. 2')
Sin embargo, cuando observamos el número de bienes catalogados y el personal especializado que forma parte del aparato administrativo encargado de velar por nuestro patrimonio cultural, la descompensación entre unos y otros bienes culturales, a favor del patrimonio más monumental desde un enfoque histórico-artístico, es abrumador. El resto del patrimonio no deja de ser considerado un patrimonio menor, aunque éste sea precisamente el que acoge una parte considerable de manifestaciones con las que se identifica el pueblo andaluz, sea o no reconocido institucionalmente. El artículo 61 de la referida Ley del Patrimonio Histórico Andaluz así lo especifica al referirse al patrimonio etnográfico, del que forman parte "los lugares, bienes y actividades que alberguen o constituyan formas relevantes de expresión de la cultura y modos de vida propios del pueblo andaluz".
En esta imagen del nosotros como andaluces, bueno es recordar que junto a algunos grandes hitos de] pasado cuyo valor patrimonial nadie cuestiona como evocadores de pasadas glorias (Mezquita cordobesa, Alhambra granadina, ruinas de Itálica, etc.), cuando queremos hacer referencia al modo de ser de la Andalucía del presente, las imágenes a las que recurrimos tienen un horizonte histórico más cercano; unas manifestaciones culturales tal vez formalmente más modestas pero no menos significativas y valiosas: rituales, arquitectura popular, artesanías, gastronomía, habla, paisajes culturales. Tal vez la excepción a esta regla la constituya la exaltación del flamenco como parte de nuestro "gran" patrimonio cultural, pero en términos generales los testimonios de este otro patrimonio andaluz se encuentran en muchos casos en una situación de abandono y riesgo, empezando por el desconocimiento que tenemos de su propia existencia.
Resulta incuestionable la riqueza y diversidad de nuestro patrimonio monumental histórico-artístico. Pero también es cierto que su condición de "patrimonio reconocido" limita considerablemente los riesgos de desaparición; al tiempo que por este mismo reconocimiento absorbe casi la práctica totalidad de los recursos disponibles. Por el contrario, el patrimonio a incluir en la categoría de etnológico-etnográfico sigue siendo el gran desconocido y, por lo tanto, escasamente considerado o valorado como tal patrimonio.
Si a ello añadimos su diversidad y dispersión, creemos que resulta pertinente llamar la atención sobre la necesidad de que sea objeto a corto plazo de un interés preferente. Una necesidad que se fundamenta en su vulnerabilidad, y que también exigiría la articulación de unas medidas de protección imaginativas, capaces de favorecer su inserción de pleno derecho en la nueva imagen del patrimonio cultural como globalidad a la que nos hemos venido refiriendo, manteniendo en este proceso su utilidad social: ya sea conservando las funciones para las que surgió, adaptado a nuevos usos o mantenido por sus valores simbólicos, como testimonios que evocan los modos de vida que contribuyen a explicar nuestro presente.
Confiamos sinceramente en que el celo que hasta el momento viene demostrando nuestra administración, sepa dar cabida a estas necesidades del Patrimonio Cultural Andaluz. No cabe olvidar que son muchos los aspectos en los que la Consejería de Cultura de la Junta de Andalucía viene sirviendo de modelo para otras Comunidades: el impulso en la realización de inventarios sistemáticos, la labor de documentación y divulgación encauzadas por el Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico, el apoyo a las investigaciones patrimoniales y su difusión a través de Jornadas anuales, la continua celebración de cursos especializados, etc., a lo que hay que añadir la decidida apuesta por la mejora de las instituciones del patrimonio a través de la específica Dirección General crea-da a tal fin.
Publicado: J. Hurtado Sánchez y E. Fernández de Paz (Eds.) La cultura andaluza en el umbral del siglo XXI. Ayto. de Sevilla. Sevilla. 2001. Págs. 113-141
Anexo
1: bienes del patrimonio de la humanidad en andalucía
2/11/1984.
Granada: Alhambra, Generalife y Albaicín.
2/11/1984.
Córdoba: Mezquita.
11/12/1987.
Sevilla: Catedral, Reales Alcázares y Archivo de Indias.
17/12/1994.
Huelva: Parque Nacional de Doñana.
Anexo 2: bienes inmuebles de interés cultural en andalucía
Número total de Bienes: 1.920
Distribución
por provincias:
Almería
217
Cádiz
222
Córdoba
224
Granada
299
Huelva
108
Jaén
304
Málaga
244
Sevilla
302
Estado
de los expedientes:
Declarados:
1.579
Incoados:
341
Tipología
de los Bienes
Monumento
1.652
Zona
arqueológica 113
Zona
arqueológica/Monumento 1
Conjunto
Histórico 131
Sitio
histórico 4
Jardín
Histórico 15
Paraje
Pintoresco/sitio histórico 3
Paraje
Pintoresco 1
Anexo 3: bienes muebles incluidos en el catálogo general del patrimonio histórico andaluz.
Número total de Bienes registrados: 133
Distribución
por provincias:
Almería
13
Cádiz
12
Córdoba
29
Granada
9
Huelva
15
Jaén
16
Málaga
16
Sevilla
21
Varias
provincias 2
Estado
de los expedientes:
Declarados:
87
Incoados:
46
Tipología de los Bienes:
a)
Con carácter específico:
Monumento
31
Zona
arqueológica 12
Sitio
histórico 1
Lugar
de Interés Etnológico 7
b)
Con carácter genérico:
individual
80
colectivo
2
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